No es la euforia de los momentos importantes, ni la
chispa de un momento jocoso. No es risa floja ni el alboroto. No es alegría
etílica ni televisiva, pastillera ni barrabrava, histérica ni simple, cervecera
o evasiva.
La alegría del Evangelio es algo muy diferente. Es
optimista sin ser ciega. Es constante sin ser fácil. Tiene que ver con palabras
como sentido, fe, lucha, opción, camino, reto, humanidad. Es la alegría que
puede reír, y también llorar.
COMO UN TORRENTE – “Estén siempre alegres en el Señor; les
repito, estén alegres. Que su bondad sea conocida de todos los hombres. El
Señor está cerca.” (Flp. 4,4-5)
Imagina un desfiladero profundo. Un camino más bien
agreste. Mucho verde, rocas, árboles. Al fondo se oye el agua de un río que
corre. Y a medida que avanzas kilómetros por ese sendero, que a veces baja y
luego vuelve a subir, en algún momento el agua está cerca, a la vista, casi
puedes tocarla.
Otras veces desaparece y sólo se oye como un rumor o un
murmullo. Pero está ahí. Y tú en el camino a veces te sientes cansado, y otras
lleno de energía. Tal vez has parado a recuperar fuerzas. Ahora vas hablando
con tus gentes, o cantando, y luego hay silencio. Hoy hay sol, y tal vez mañana
habrá tormenta. Pero el murmullo del torrente, el agua que corre está ahí.
La alegría profunda del Evangelio es algo así. Es
encontrar, en el fondo, un manantial fresco, una fuerza vital que, por más
piedras y barreras que encuentre, siempre encontrará un espacio para ser parte
de tu vida cotidiana, de los momentos fáciles y los problemas, del canto y del
silencio.
¿Podrías decir que el evangelio es para ti fuente de
alegría?
En concreto ¿qué tiene de buena noticia, de esas que te
alegran el día?
MOMENTOS DE MAGIA – “Todo lo puedo en aquel que me
conforta.” (Flp. 4,13)
En la película el Rey Pescador hay un momento mágico. Un
hombre espera en el vestíbulo de la Estación. Cientos, tal vez miles de personas
pasan apresuradas, sin mirarse, evitándose, aislados en la masa.
Él espera. De pronto ve, a lo lejos, la silueta que
espera: una mujer. Podría pasar perfectamente desapercibida. No es guapa. Su
ropa es normal. Camina encogida entre esta multitud. Pero, en el momento en que
él la ve, de golpe todo el entorno cambia.
En ese momento el andar apresurado de todos los
transeúntes se convierte en un baile, y la estación en una gran sala. El
desorden en armonía. El ruido en música. La indiferencia en sonrisas. La
anciana baila con el joven. La monja con el ejecutivo. El médico con la
abogada… Y mientras el hombre sigue a esa mujer que, para él, es la más
maravillosa del mundo, la estación se convierte en un lugar mágico, donde todo
es posible.
Hasta que ella sale por la puerta, se pierde de vista, y
todo vuelve a su lugar. Descubrir el Evangelio es encontrar que, en algún
momento, el mundo se ve como ese espacio en el que la alegría profunda y común
es posible. Es saber que el ser humano es capaz de lo mejor, y creer que eso es
posible. Es ser capaces de soñar, y construir ese sueño.
Dedica un momento a imaginar el mundo (familia, trabajo, estudio, sociedad) mejor de lo que es…
y a creer que es posible… y a soñar caminos de respeto para conseguirlo.
Pastoral SJ