Reflexión para la Eucaristía del domingo 20 de febrero en base a; Mateo 5, 38-48
La llamada a amar es seductora. Seguramente, muchos escuchaban con agrado la invitación de Jesús a vivir en una actitud abierta de amistad y generosidad hacia todos. Lo que menos se podían esperar era oírle hablar de amor a los enemigos.
Sólo un loco les podía decir con aquella convicción algo tan absurdo e impensable: «Amen a sus enemigos, recen por los que los persiguen, perdonen setenta veces siete… » ¿Sabe Jesús lo que está diciendo?
¿Es eso lo que quiere Dios? Los oyentes le escuchaban escandalizados.
¿Se olvida Jesús de que su pueblo vive sometido a Roma?
¿Ha olvidado los estragos cometidos por sus legiones?
¿No conoce la explotación de los campesinos de Galilea, indefensos ante los abusos de los poderosos terratenientes?
¿Cómo puede hablar de perdón a los enemigos, si todo les está invitando al odio y la venganza?
Jesús no les habla arbitrariamente. Su invitación nace de su experiencia de Dios. El Padre de todos no es violento sino compasivo. No busca la venganza ni conoce el odio. Su amor es incondicional hacia todos: «El hace salir su sol sobre buenos y malos, manda la lluvia a justos e injustos». No discrimina a nadie. No ama sólo a quienes le son fieles. Su amor está abierto a todos.
Este Dios que no excluye a nadie de su amor nos ha de atraer a vivir como él. Esta es en síntesis la llamada de Jesús. “Parecerse a Dios. No sean enemigos de nadie, ni siquiera de quienes son sus. Ámenlos para que sean dignos de su Padre del cielo”.
Jesús no está pensando en que los queramos con el afecto y el cariño que sentimos hacia nuestros seres más queridos. Amar al enemigo es, sencillamente, no vengarnos, no hacerle daño, no desearle el mal. Pensar, más bien, en lo que puede ser bueno para él. Tratarlo como quisiéramos que nos trataran a nosotros.
¿Es posible amar al enemigo? Jesús no está imponiendo una ley universal. Está invitando a sus seguidores a parecernos a Dios para ir haciendo desaparecer el odio y la enemistad entre sus hijos. Sólo quien vive tratando de identificarse con Jesús llega a amar a quienes le quieren mal.
Atraídos por él, aprendemos a no alimentar el odio contra nadie, a superar el resentimiento, a hacer el bien a todos. Jesús nos invita a «rezar por los que nos persiguen», seguramente, para ir transformando poco a poco nuestro corazón.
Amar a quien nos hace daño no es fácil, pero es lo que mejor nos identifica con aquel que murió rezando por quienes lo estaban crucificando: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
Eclesalia Informativo