El evangelio de Juan describe con trazos oscuros la situación de la comunidad cristiana cuando en su centro falta Cristo resucitado. Sin su presencia viva, la Iglesia se convierte en un grupo de hombres y mujeres que viven “en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos”.
Con las “puertas cerradas” no se puede escuchar lo que sucede fuera. No es posible captar la acción del Espíritu en el mundo. No se abren espacios de encuentro y diálogo con nadie. Se apaga la confianza en el ser humano y crecen los recelos y prejuicios. Pero una Iglesia sin capacidad de dialogar es una tragedia, pues los seguidores de Jesús estamos llamados a actualizar hoy el eterno diálogo de Dios con el ser humano.
El “miedo” puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo. Pero, si no lo amamos, no lo estamos mirando como lo mira Dios. Y, si no lo miramos con los ojos de Dios, ¿cómo comunicaremos su Buena Noticia?
Si vivimos con las puertas cerradas, ¿quién dejará el redil para buscar a las ovejas perdidas? ¿Quién se atreverá a tocar a algún leproso excluido? ¿Quién se sentará a la mesa con pecadores o prostitutas? ¿Quién se acercará a los olvidados por la religión? Los que quieran buscar al Dios de Jesús, se encontrarán con nuestras puertas cerradas.
Nuestra primera tarea es dejar entrar al resucitado a través de tantas barreras que levantamos para defendernos del miedo.
Que Jesús ocupe el centro de nuestras iglesias, grupos y comunidades. Que sólo él sea fuente de vida, de alegría y de paz. Que nadie ocupe su lugar. Que nadie se apropie de su mensaje. Que nadie imponga un estilo diferente al suyo.
Ya no tenemos el poder de otros tiempos. Sentimos la hostilidad y el rechazo en nuestro entorno. Somos frágiles. Necesitamos más que nunca abrirnos al aliento del resucitado y acoger su Espíritu Santo.
Con las “puertas cerradas” no se puede escuchar lo que sucede fuera. No es posible captar la acción del Espíritu en el mundo. No se abren espacios de encuentro y diálogo con nadie. Se apaga la confianza en el ser humano y crecen los recelos y prejuicios. Pero una Iglesia sin capacidad de dialogar es una tragedia, pues los seguidores de Jesús estamos llamados a actualizar hoy el eterno diálogo de Dios con el ser humano.
El “miedo” puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo. Pero, si no lo amamos, no lo estamos mirando como lo mira Dios. Y, si no lo miramos con los ojos de Dios, ¿cómo comunicaremos su Buena Noticia?
Si vivimos con las puertas cerradas, ¿quién dejará el redil para buscar a las ovejas perdidas? ¿Quién se atreverá a tocar a algún leproso excluido? ¿Quién se sentará a la mesa con pecadores o prostitutas? ¿Quién se acercará a los olvidados por la religión? Los que quieran buscar al Dios de Jesús, se encontrarán con nuestras puertas cerradas.
Nuestra primera tarea es dejar entrar al resucitado a través de tantas barreras que levantamos para defendernos del miedo.
Que Jesús ocupe el centro de nuestras iglesias, grupos y comunidades. Que sólo él sea fuente de vida, de alegría y de paz. Que nadie ocupe su lugar. Que nadie se apropie de su mensaje. Que nadie imponga un estilo diferente al suyo.
Ya no tenemos el poder de otros tiempos. Sentimos la hostilidad y el rechazo en nuestro entorno. Somos frágiles. Necesitamos más que nunca abrirnos al aliento del resucitado y acoger su Espíritu Santo.