El evangelio presenta a Jesús subiendo y bajando de la montaña, junto con tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Subir y bajar la montaña: ésa es nuestra cuaresma, es la vida de todo ser humano. A veces subimos y a veces debemos bajar, y llega un momento decisivo, en que nos toca bajar.
Seguramente pensamos; “Bajar es fácil, subir es lo que cuesta”.
Pero... las cosas se nos presentan a la inversa. ¡Tantas veces resulta ser el evangelio a la inversa de lo que pensamos!. Pedro, Santiago y Juan suben gustosos; lo que no quieren es bajar; preferirían quedarse allí. Prefieren subir con Jesús que bajar con él. La bajada es lo que les cuesta.
Y es comprensible. Pues en la montaña, han observado la gloria divina de Jesús, han sido testigos.
Qué mejor visión para unos pobres pescadores! No se han enterado en absoluto de lo sucedido.
Así lo delatan las palabras de Pedro: “¡Qué bien estamos aquí! ¡todo es luz y bienestar! ¡Aquí sí que Dios está cerca!.
Se sienten como en una nube de felicidad, y quisieran quedarse allí para siempre. Y quisieran instalar unas tiendas, y retener la dicha de la cima. Pero se equivocan.
Lo mismo nos sucede a nosotros. Los evangelios no han sido escritos para contarnos lo que entonces pasó, sino para decirnos lo que nos pasa ahora a nosotros.
¿Qué es, pues, lo que nos pasa a nosotros? Lo mismo que a los pobres Pedro, Santiago y Juan: nos gustaría ver la divinidad de Jesús allí arriba, en la montaña. Quedarnos arriba.
Pero no. Jesús los hace bajar de la montaña, a donde la gente, a donde los enfermos, a donde los campesinos y los pescadores empobrecidos.
Es ahí, abajo, donde se manifiesta la sublimidad de Jesús, es entre los pequeños donde aparece su grandeza, en su humanidad compasiva.
La divinidad que los discípulos han visto en la montaña no es real allí arriba, sino aquí abajo. Por eso les dice Jesús: “No se lo cuenten a nadie, pues nadie lo entendería”.
No podemos entender la divinidad de Jesús si la emplazamos en sucesos milagrosos, en apariciones extraordinarias, entre las nubes resplandeciente de una montaña.
Siempre tendemos a eso. Pero ¿dónde y cómo se manifiesta la divinidad?. Lo que mejor afirma la divinidad de Jesús es la parábola del buen samaritano, que es la parábola de la vida de Jesús. Jesús manifiesta su divinidad en su amistad con los pequeños, en su proximidad con los marginados, en su solidaridad con los pobres, en su compasión con los enfermos, en una palabra.
¡Ojalá aprendan nuestros ojos y nuestro corazón que la divinidad de Jesús no consiste en hacer todo lo que quiere, ni en saberlo todo de antemano, o en no tener ninguna duda, o en no sufrir ninguna herida! La auténtica divinidad de Jesús consiste en su acogida misericordiosa de los heridos.
Y la cruz fue consecuencia de su conducta compasiva. Pero también la pascua sucedió precisamente ahí, en esa compasión divina.
Eso es lo que, en última instancia, quiere enseñarnos el evangelio de la transfiguración: que la gloria, la pascua, la divinidad de Jesús se manifiesta en ese camino de bajada, en esa conducta solidaria, en la cruz misma, en ninguna otra parte.
No hay más que mirar dónde han colocado los evangelios la transfiguración: le precede el anuncio de la muerte y le sigue la curación de un epiléptico. Es curioso. Ése es el lugar verdadero de la pascua y de la divinidad.
No busquemos a Dios arriba, no lo encerremos en una tienda en lo alto de una montaña, alejado de nuestros gozos y alegrías, separado de nuestras penas e impotencias.
Dios no necesita ninguna tienda allí arriba; se hace pascua entre nosotros, para que también nosotros transfiguremos nuestro camino cotidiano, y ahí vivamos la pascua. Ahí, abajo, con los de abajo, al igual que JEsús.
Seguramente pensamos; “Bajar es fácil, subir es lo que cuesta”.
Pero... las cosas se nos presentan a la inversa. ¡Tantas veces resulta ser el evangelio a la inversa de lo que pensamos!. Pedro, Santiago y Juan suben gustosos; lo que no quieren es bajar; preferirían quedarse allí. Prefieren subir con Jesús que bajar con él. La bajada es lo que les cuesta.
Y es comprensible. Pues en la montaña, han observado la gloria divina de Jesús, han sido testigos.
Qué mejor visión para unos pobres pescadores! No se han enterado en absoluto de lo sucedido.
Así lo delatan las palabras de Pedro: “¡Qué bien estamos aquí! ¡todo es luz y bienestar! ¡Aquí sí que Dios está cerca!.
Se sienten como en una nube de felicidad, y quisieran quedarse allí para siempre. Y quisieran instalar unas tiendas, y retener la dicha de la cima. Pero se equivocan.
Lo mismo nos sucede a nosotros. Los evangelios no han sido escritos para contarnos lo que entonces pasó, sino para decirnos lo que nos pasa ahora a nosotros.
¿Qué es, pues, lo que nos pasa a nosotros? Lo mismo que a los pobres Pedro, Santiago y Juan: nos gustaría ver la divinidad de Jesús allí arriba, en la montaña. Quedarnos arriba.
Pero no. Jesús los hace bajar de la montaña, a donde la gente, a donde los enfermos, a donde los campesinos y los pescadores empobrecidos.
Es ahí, abajo, donde se manifiesta la sublimidad de Jesús, es entre los pequeños donde aparece su grandeza, en su humanidad compasiva.
La divinidad que los discípulos han visto en la montaña no es real allí arriba, sino aquí abajo. Por eso les dice Jesús: “No se lo cuenten a nadie, pues nadie lo entendería”.
No podemos entender la divinidad de Jesús si la emplazamos en sucesos milagrosos, en apariciones extraordinarias, entre las nubes resplandeciente de una montaña.
Siempre tendemos a eso. Pero ¿dónde y cómo se manifiesta la divinidad?. Lo que mejor afirma la divinidad de Jesús es la parábola del buen samaritano, que es la parábola de la vida de Jesús. Jesús manifiesta su divinidad en su amistad con los pequeños, en su proximidad con los marginados, en su solidaridad con los pobres, en su compasión con los enfermos, en una palabra.
¡Ojalá aprendan nuestros ojos y nuestro corazón que la divinidad de Jesús no consiste en hacer todo lo que quiere, ni en saberlo todo de antemano, o en no tener ninguna duda, o en no sufrir ninguna herida! La auténtica divinidad de Jesús consiste en su acogida misericordiosa de los heridos.
Y la cruz fue consecuencia de su conducta compasiva. Pero también la pascua sucedió precisamente ahí, en esa compasión divina.
Eso es lo que, en última instancia, quiere enseñarnos el evangelio de la transfiguración: que la gloria, la pascua, la divinidad de Jesús se manifiesta en ese camino de bajada, en esa conducta solidaria, en la cruz misma, en ninguna otra parte.
No hay más que mirar dónde han colocado los evangelios la transfiguración: le precede el anuncio de la muerte y le sigue la curación de un epiléptico. Es curioso. Ése es el lugar verdadero de la pascua y de la divinidad.
No busquemos a Dios arriba, no lo encerremos en una tienda en lo alto de una montaña, alejado de nuestros gozos y alegrías, separado de nuestras penas e impotencias.
Dios no necesita ninguna tienda allí arriba; se hace pascua entre nosotros, para que también nosotros transfiguremos nuestro camino cotidiano, y ahí vivamos la pascua. Ahí, abajo, con los de abajo, al igual que JEsús.
Extracto de un texto del P. José Arregui.