En todo paso existe un antes y un después. Hay una ruptura. Los que realizan el paso se transforman. El rito de paso del nacimiento, por ejemplo, celebra la ruptura de la pertenencia al mundo natural, para pasar a pertenecer al mundo cultural, representado por la imposición del nombre.
El bautismo celebra el paso del mundo cultural al mundo sobrenatural, es decir, de hijo e hija de los padres a hijo e hija de Dios.
El matrimonio es otro importante rito de paso: de soltero o soltera con las disponibilidades que caben a esta fase de la vida, a casado y casada, con las responsabilidades que este estado comporta.
La muerte es otro gran rito de paso: se pasa del tiempo a la eternidad, de la estrechez espaciotemporal a la total apertura de lo infinito, de este mundo a Dios.
Si nos fijamos bien, toda la vida humana posee una estructura pascual.
Toda ella está hecha de crisis que significan pasos y procesos de acrisolamiento y madurez. Tomando como referencia el tiempo, se verifica un paso de la infancia a la juventud, de la juventud a la edad adulta, de la edad adulta a la vejez, de la vejez a la muerte, de la muerte a la resurrección y de la resurrección a la zambullida en el reino de la Trinidad.
Son verdaderas travesías con los riesgos y peligros que este fenómeno existencial implica. Hay travesías que nos llevan al abismo; otras nos llevan a la culminación.
“Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo,
que cargue con su cruz y que me siga” (Mc 8, 34).
Nos alientan las travesías y testimonios de hombres y mujeres, de ayer y de hoy en nuestros pueblos
que han llegado a compartir la cruz de Cristo hasta la entrega de sus vidas.”