“Tomando la parábola de los talentos como elemento de fondo, (Mt 25), este mundo ha sido puesto bajo nuestra responsabilidad.
Dios quiere que aprovechemos las riquezas naturales que contiene
para el mejoramiento humano pero nunca con irresponsabilidad;
la siguiente generación las necesitará también. Por eso, debemos
poner los talentos al servicio del bien común y la tierra.”
Nos quejamos de la sequía, del cambio climático, del calentamiento de la tierra, según dicen los expertos, es irreversible. Sabemos las consecuencias que todo esto está teniendo. Lo que no sabemos es lo que va a ocurrir dentro de algunos años.
¿Quién es el responsable de que todo esto ocurra? Y por tanto, ¿quién tendría que adoptar las decisiones eficaces para que la situación cambie de forma radical?
Si este problema se piensa en serio, uno se da cuenta de que, si existe “contaminación ambiental”, existe una contaminación previa, responsable de que las cosas estén así. Me refiero a la “contaminación ideológica”.
El ambiente no estaría tan contaminado si no estuvieran más contaminadas aún nuestras ideas. La atmósfera, los mares, los ríos, los campos… dejarán de estar contaminados el día que se limpien nuestros criterios, nuestras convicciones y nuestras formas actuales de vida.
No es cuestión de maldad o de pereza. El problema está en la inercia y el silencio.
Si la tierra está tan sucia y amenazada, se debe a que el sistema económico que manda, para seguir funcionando, no tiene más remedio que seguir contaminando.
Hace meses, andamos preocupados por la crisis económica mundial. Y nos da miedo pensar en que la crisis llegue a ser una amenaza para la pervivencia del sistema y para el crecimiento económico.
Para que haya crecimiento económico, paralelamente debe haber contaminación. En eso no queremos ni pensar.
Y no se nos ocurre otra solución que echar los residuos de plástico en el contenedor amarillo y los de papel en el contenedor azul.
Cuando la pura verdad es que las grandes empresas contaminantes prosiguen incansables en su tarea porque no están dispuestas a dejar de ganar lo que ganan.
Porque el genocidio, nos proporciona todavía una calidad de vida satisfactoria, al tiempo que evitamos pensar en lo que les espera a los niños dentro de cincuenta años.
Naomí Klein, en su estudio sobre “el auge del capitalismo del desastre”, analiza cómo, aunque no conspire deliberadamente para crear cataclismos de los cuales luego se alimenta, existen pruebas de que las industrias trabajan para asegurarse de que las actuales tendencias no van a cambiar.
Grandes compañías petroleras han financiado años el movimiento ideológico que niega el cambio climático.
Los que mandan sobre nosotros, en economía y en política, contaminan. Y nosotros nos dejamos contaminar. Más que en el aire, las temperaturas y las aguas, en nuestras ideas.
Nos han metido en la cabeza que esta carrera hacia el desastre no depende de nosotros, sino de ellos.
Y aseguran que no se puede hacer otra cosa, si queremos seguir viviendo bien. En eso consiste la contaminación ideológica. No pensar, hacer silencio, la inercia.
Podemos estar seguros que mientras la contaminación ideológica siga funcionando, seguiremos viviendo soportablemente bien. Pero eso será posible a costa de dejar a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos quizá un buen cementerio, pero no mucho más. No habremos cumplido con la responsabilidad que nos dió Dios.
¿Quién es el responsable de que todo esto ocurra? Y por tanto, ¿quién tendría que adoptar las decisiones eficaces para que la situación cambie de forma radical?
Si este problema se piensa en serio, uno se da cuenta de que, si existe “contaminación ambiental”, existe una contaminación previa, responsable de que las cosas estén así. Me refiero a la “contaminación ideológica”.
El ambiente no estaría tan contaminado si no estuvieran más contaminadas aún nuestras ideas. La atmósfera, los mares, los ríos, los campos… dejarán de estar contaminados el día que se limpien nuestros criterios, nuestras convicciones y nuestras formas actuales de vida.
No es cuestión de maldad o de pereza. El problema está en la inercia y el silencio.
Si la tierra está tan sucia y amenazada, se debe a que el sistema económico que manda, para seguir funcionando, no tiene más remedio que seguir contaminando.
Hace meses, andamos preocupados por la crisis económica mundial. Y nos da miedo pensar en que la crisis llegue a ser una amenaza para la pervivencia del sistema y para el crecimiento económico.
Para que haya crecimiento económico, paralelamente debe haber contaminación. En eso no queremos ni pensar.
Y no se nos ocurre otra solución que echar los residuos de plástico en el contenedor amarillo y los de papel en el contenedor azul.
Cuando la pura verdad es que las grandes empresas contaminantes prosiguen incansables en su tarea porque no están dispuestas a dejar de ganar lo que ganan.
Porque el genocidio, nos proporciona todavía una calidad de vida satisfactoria, al tiempo que evitamos pensar en lo que les espera a los niños dentro de cincuenta años.
Naomí Klein, en su estudio sobre “el auge del capitalismo del desastre”, analiza cómo, aunque no conspire deliberadamente para crear cataclismos de los cuales luego se alimenta, existen pruebas de que las industrias trabajan para asegurarse de que las actuales tendencias no van a cambiar.
Grandes compañías petroleras han financiado años el movimiento ideológico que niega el cambio climático.
Los que mandan sobre nosotros, en economía y en política, contaminan. Y nosotros nos dejamos contaminar. Más que en el aire, las temperaturas y las aguas, en nuestras ideas.
Nos han metido en la cabeza que esta carrera hacia el desastre no depende de nosotros, sino de ellos.
Y aseguran que no se puede hacer otra cosa, si queremos seguir viviendo bien. En eso consiste la contaminación ideológica. No pensar, hacer silencio, la inercia.
Podemos estar seguros que mientras la contaminación ideológica siga funcionando, seguiremos viviendo soportablemente bien. Pero eso será posible a costa de dejar a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos quizá un buen cementerio, pero no mucho más. No habremos cumplido con la responsabilidad que nos dió Dios.