Llama la atención sobre el abismo que existe entre la paz que buscamos nosotros y la paz que el Señor nos regala.
Cuando los discípulos estaban encerrados por miedo a los que habían matado al Profeta de Galilea, EL vino hasta ellos y les dijo:
“¡La paz sea con ustedes!” y ellos “se alegraron de ver al Señor”. Pero la paz que les traía los iba a sacar de la paz del encierro y la soledad...
En seguida les dijo: “Como el Padre me envió, también yo los envío”.
El Resucitado los desinstala, los saca de su escondite, de su búsqueda egoísta de seguridad. La paz que el Señor nos trae, no siempre se parece a la nuestra...
Casi siempre buscamos la paz encerrándonos en nosotros mismos y evitando todos los riesgos de la construcción colectiva de nuestras comunidades y de nuestra sociedad.
En esto nos parecemos a los discípulos. Tenemos miedo a ser heridos y salir lastimados. Efectivamente, tenemos experiencia de haber sido heridos muchas veces en nuestras relaciones con los demás y procuramos evitar el dolor y el sufrimiento que produce este choque.
Pero también sabemos que cuando nos encerramos y nos aislamos del mundo, gozamos apenas de una paz a medias; es una paz frágil que en cualquier momento se desvanece en nuestras manos.
Nos encerramos porque tenemos miedo al cambio, a los demás, a ser sacados de nuestro nido. El miedo paraliza, bloquea, confunde.
Hemos desarrollado tácticas para cerrar nuestras vidas a ese Dios que quiere sacarnos de nuestro encierro. Echamos llave, literalmente, a nuestro Movimiento, nuestra Comunidad, nuestra familia, nuestro matrimonio, noviazgo, amigos, a nuestras casa, a nuestra habitación, de modo que nadie pueda acercarse a perturbar nuestras vidas con sus insistencias, con sus invitaciones, con sus interpelaciones.
Podemos encerrarnos también en el exceso de trabajo. Llegamos incluso a utilizar la oración para mantener a Dios fuera. Podemos dedicar horas y horas a la oración, recitando palabras y repitiendo frases, sin ofrecer a Dios un momento de silencio porque cabe la posibilidad de que nos diga algo que altere nuestra tranquilidad acomodada.
Pero el Señor se las arregla para irrumpir en nuestro interior con el soplo de su Espíritu y, aún teniendo las puertas cerradas, El viene a inquietarnos y a salvarnos de “nuestra paz y seguridad”.
Esa es la Buena nueva de hoy. Que el Señor no se cansa de entrar en nuestras vidas para ofrecernos su paz. Una paz que nos abre a los demás con el riesgo de ser heridos. Las heridas de las manos y el costado es lo primero que les enseña el Resucitado a los discípulos cuando les anuncia su paz...
Se trata, entonces, de una paz conflictiva. Es una paz que abre desde fuera nuestros sepulcros para que no sigamos viviendo como muertos, sino para que vivamos una vida plena y auténtica, llena de preguntas y de problemas, pero iluminada por Dios que es el que nos ofrece la auténtica vida en abundancia.
Cuando los discípulos estaban encerrados por miedo a los que habían matado al Profeta de Galilea, EL vino hasta ellos y les dijo:
“¡La paz sea con ustedes!” y ellos “se alegraron de ver al Señor”. Pero la paz que les traía los iba a sacar de la paz del encierro y la soledad...
En seguida les dijo: “Como el Padre me envió, también yo los envío”.
El Resucitado los desinstala, los saca de su escondite, de su búsqueda egoísta de seguridad. La paz que el Señor nos trae, no siempre se parece a la nuestra...
Casi siempre buscamos la paz encerrándonos en nosotros mismos y evitando todos los riesgos de la construcción colectiva de nuestras comunidades y de nuestra sociedad.
En esto nos parecemos a los discípulos. Tenemos miedo a ser heridos y salir lastimados. Efectivamente, tenemos experiencia de haber sido heridos muchas veces en nuestras relaciones con los demás y procuramos evitar el dolor y el sufrimiento que produce este choque.
Pero también sabemos que cuando nos encerramos y nos aislamos del mundo, gozamos apenas de una paz a medias; es una paz frágil que en cualquier momento se desvanece en nuestras manos.
Nos encerramos porque tenemos miedo al cambio, a los demás, a ser sacados de nuestro nido. El miedo paraliza, bloquea, confunde.
Hemos desarrollado tácticas para cerrar nuestras vidas a ese Dios que quiere sacarnos de nuestro encierro. Echamos llave, literalmente, a nuestro Movimiento, nuestra Comunidad, nuestra familia, nuestro matrimonio, noviazgo, amigos, a nuestras casa, a nuestra habitación, de modo que nadie pueda acercarse a perturbar nuestras vidas con sus insistencias, con sus invitaciones, con sus interpelaciones.
Podemos encerrarnos también en el exceso de trabajo. Llegamos incluso a utilizar la oración para mantener a Dios fuera. Podemos dedicar horas y horas a la oración, recitando palabras y repitiendo frases, sin ofrecer a Dios un momento de silencio porque cabe la posibilidad de que nos diga algo que altere nuestra tranquilidad acomodada.
Pero el Señor se las arregla para irrumpir en nuestro interior con el soplo de su Espíritu y, aún teniendo las puertas cerradas, El viene a inquietarnos y a salvarnos de “nuestra paz y seguridad”.
Esa es la Buena nueva de hoy. Que el Señor no se cansa de entrar en nuestras vidas para ofrecernos su paz. Una paz que nos abre a los demás con el riesgo de ser heridos. Las heridas de las manos y el costado es lo primero que les enseña el Resucitado a los discípulos cuando les anuncia su paz...
Se trata, entonces, de una paz conflictiva. Es una paz que abre desde fuera nuestros sepulcros para que no sigamos viviendo como muertos, sino para que vivamos una vida plena y auténtica, llena de preguntas y de problemas, pero iluminada por Dios que es el que nos ofrece la auténtica vida en abundancia.