John Carlin es un periodista que cubrió para el diario Independent inglés el proceso que llevó a Sudáfrica del apartheid (separación de razas) al triunfo de Mandela en elecciones libres, sin el baño de sangre que todos pronosticaban.
Años después, se sentó a escribir un libro sobre lo que vio en esos años. El libro me llamó la atención por dos razones: primero, porque es la historia de un partido de rugby (la final del Mundial ’95, en que los Sudafricanos (llamados Springboks) superaron a los aparentemente invencibles neocelandeses) y, segundo, por el diferente subtítulo que tiene en sus ediciones castellana y catalán.
Años después, se sentó a escribir un libro sobre lo que vio en esos años. El libro me llamó la atención por dos razones: primero, porque es la historia de un partido de rugby (la final del Mundial ’95, en que los Sudafricanos (llamados Springboks) superaron a los aparentemente invencibles neocelandeses) y, segundo, por el diferente subtítulo que tiene en sus ediciones castellana y catalán.
Se llama igual en ambas lenguas, “EL FACTOR HUMANO”, pero el subtítulo en castellano dice “Nelson Mandela y el partido de rugby que salvó a una nación” y en catalán, “Nelson Mandela y el partido de rugby que construyó una nación”).
La tapa del libro es una foto que recorrió el mundo: el capitán de los Sudafriacanos recibe la Copa de manos de Mandela, que tiene puesta la camiseta de los Springboks.
Para entender cabalmente esa foto, hace falta saber que:
1) para cualquier negro sudafricano, ponerse esa camiseta era como para un negro del Sur norteamericano ponerse una capucha del Ku Klux Klan.
2) que ese Springbok, como todos los afrikaaners de Sudáfrica, había deseado toda su vida la muerte de Mandela.
El rugby se convirtió en deporte nacional de Sudáfrica el mismo año en que se impuso el apartheid (1948). No sólo para los blancos, sino también para los negros, era mucho más que un deporte: cada vez que los Springboks se enfrentaban a un seleccionado extranjero, los negros sudafricanos hinchaban silenciosa y fervorosamente por el seleccionado visitante.
Uno de los primeros triunfos del movimiento antiapartheid fue cuando lograron que se prohibiera a los Springboks toda competencia internacional. Cuando llegó al gobierno, Mandela supo que debía hacer suya aquella divisa: las elecciones de 1994 habían creado una Nueva Sudáfrica; ahora había que crear los nuevos sudafricanos. Por esa razón aceptó que su país fuera sede del Mundial 1995 en lugar de atacar el rugby desde el gobierno.
Por esa razón se reunió a solas con los Springboks y les dijo que, cuando llegara el momento de los himnos, en los partidos del Mundial, ellos tendrían que cantar “Nkosi Sikelele... ¡Afrika!”, una canción de liberación en lengua xhosa que era el himno de la nueva Sudáfrica. De hecho, el propio Mandela les enseñó a cantarla, tal como él mismo había aprendido solo a hablar en afrikaaner cuando estaba en prisión (sorprendiendo a los representantes del gobierno que empezaron a peregrinar a su celda a comienzos de los años ’80, cuando se dieron cuenta de que el país se iba a prender fuego si no lo soltaban).
Los Springboks jugaron todos sus partidos de aquel Mundial a estadio lleno, con abrumadora mayoría de blancos en las tribunas, pero con creciente e inesperado apoyo de la población negra a través de la televisión.
Cuenta Carlin en su libro que, cuando Mandela apareció en el campo de juego al final del partido, a entregarle la copa al capitán sudafricano, fue tal el golpe de efecto en las tribunas al verlo vestir la camiseta verde que se hizo un instante de estupefacto silencio, hasta que el estadio entero se puso a corear su nombre.
Era la primera vez en la historia, que una masa afrikaaner (blancos) vivaba a un negro. Lo mismo pasó con los jugadores de los Springboks a partir de ese partido: chicos negros se les acercaban por primera vez en sus vidas por la calle a pedirles autógrafos.
Al entregarle la copa a François Pienaar, el capitán de los Springboks, Mandela le dijo: “Gracias por lo que han hecho por nuestro país” (con el acento puesto en la palabra nuestro). Pienaar le contestó: “Gracias por lo que hizo usted por nosotros, señor Presidente”.
No era demagogia: los All Blacks de aquel Mundial, comandados por Jonah Lomu, el mejor jugador del mundo en ese momento (una mole de cien kilos de puro músculo que era capaz de correr los cien metros en diez segundos con dos tipos colgándole del cuello), parecían insuperables. El sudafricano que tenía que marcar a Lomu se llamaba (no es chiste) Small y la prensa sudafricana sostuvo que la única explicación posible al coraje suicida con que Small frenó a Lomu aquella tarde era el Efecto Mandela: el apoyo que supo transmitirles a los Springboks ese viejito negro de setenta y siete años, con su voz suavecita y su temperamento inquebrantable.
El jugador francés Abdelatif Benazzi hizo una declaración bastante impresionante al respecto: “Había mucho más en juego que un triunfo deportivo en ese Mundial. Y por suerte ganó lo que tenía que ganar”. Benazzi, con su piel morocha y su origen marroquí, sabía bastante bien de qué estaba hablando.
Juan Forn
La tapa del libro es una foto que recorrió el mundo: el capitán de los Sudafriacanos recibe la Copa de manos de Mandela, que tiene puesta la camiseta de los Springboks.
Para entender cabalmente esa foto, hace falta saber que:
1) para cualquier negro sudafricano, ponerse esa camiseta era como para un negro del Sur norteamericano ponerse una capucha del Ku Klux Klan.
2) que ese Springbok, como todos los afrikaaners de Sudáfrica, había deseado toda su vida la muerte de Mandela.
El rugby se convirtió en deporte nacional de Sudáfrica el mismo año en que se impuso el apartheid (1948). No sólo para los blancos, sino también para los negros, era mucho más que un deporte: cada vez que los Springboks se enfrentaban a un seleccionado extranjero, los negros sudafricanos hinchaban silenciosa y fervorosamente por el seleccionado visitante.
Uno de los primeros triunfos del movimiento antiapartheid fue cuando lograron que se prohibiera a los Springboks toda competencia internacional. Cuando llegó al gobierno, Mandela supo que debía hacer suya aquella divisa: las elecciones de 1994 habían creado una Nueva Sudáfrica; ahora había que crear los nuevos sudafricanos. Por esa razón aceptó que su país fuera sede del Mundial 1995 en lugar de atacar el rugby desde el gobierno.
Por esa razón se reunió a solas con los Springboks y les dijo que, cuando llegara el momento de los himnos, en los partidos del Mundial, ellos tendrían que cantar “Nkosi Sikelele... ¡Afrika!”, una canción de liberación en lengua xhosa que era el himno de la nueva Sudáfrica. De hecho, el propio Mandela les enseñó a cantarla, tal como él mismo había aprendido solo a hablar en afrikaaner cuando estaba en prisión (sorprendiendo a los representantes del gobierno que empezaron a peregrinar a su celda a comienzos de los años ’80, cuando se dieron cuenta de que el país se iba a prender fuego si no lo soltaban).
Los Springboks jugaron todos sus partidos de aquel Mundial a estadio lleno, con abrumadora mayoría de blancos en las tribunas, pero con creciente e inesperado apoyo de la población negra a través de la televisión.
Cuenta Carlin en su libro que, cuando Mandela apareció en el campo de juego al final del partido, a entregarle la copa al capitán sudafricano, fue tal el golpe de efecto en las tribunas al verlo vestir la camiseta verde que se hizo un instante de estupefacto silencio, hasta que el estadio entero se puso a corear su nombre.
Era la primera vez en la historia, que una masa afrikaaner (blancos) vivaba a un negro. Lo mismo pasó con los jugadores de los Springboks a partir de ese partido: chicos negros se les acercaban por primera vez en sus vidas por la calle a pedirles autógrafos.
Al entregarle la copa a François Pienaar, el capitán de los Springboks, Mandela le dijo: “Gracias por lo que han hecho por nuestro país” (con el acento puesto en la palabra nuestro). Pienaar le contestó: “Gracias por lo que hizo usted por nosotros, señor Presidente”.
No era demagogia: los All Blacks de aquel Mundial, comandados por Jonah Lomu, el mejor jugador del mundo en ese momento (una mole de cien kilos de puro músculo que era capaz de correr los cien metros en diez segundos con dos tipos colgándole del cuello), parecían insuperables. El sudafricano que tenía que marcar a Lomu se llamaba (no es chiste) Small y la prensa sudafricana sostuvo que la única explicación posible al coraje suicida con que Small frenó a Lomu aquella tarde era el Efecto Mandela: el apoyo que supo transmitirles a los Springboks ese viejito negro de setenta y siete años, con su voz suavecita y su temperamento inquebrantable.
El jugador francés Abdelatif Benazzi hizo una declaración bastante impresionante al respecto: “Había mucho más en juego que un triunfo deportivo en ese Mundial. Y por suerte ganó lo que tenía que ganar”. Benazzi, con su piel morocha y su origen marroquí, sabía bastante bien de qué estaba hablando.
Juan Forn