Todos nos esforzamos en proyectar una imagen de nosotros mismos. Sin contar el esfuerzo, sin contar el costo oculto, cuando entramos al lugar de trabajo o a nuestro círculo de amigos queremos proyectar una imagen de tranquilidad, elegancia, desenvoltura y de logro fácil.
Nunca queremos mostrar signos de debilidad, de estar necesitados o de sentirnos solos, de estar irritados y faltos de perfecto control.
Nuestra sociedad tiene un nombre para eso: ser "frío", y muchos de nosotros intentamos conscientemente proyectar eso precisamente. Desde la indumentaria, la elección de anteojos de sol o nuestra pública compostura, ensayada con cuidado, nos presentamos en público tratando de decir: "Mírenme. Yo tengo éxito, tengo salud, soy atractivo, me siento bien, no estoy solo, no tengo ansiedades en mi vida, soy feliz, mi vida no consiste en una gran lucha, todos mis problemas son manejables, mi vida no se tambalea al borde de nada y no hago ningún esfuerzo para lograr todo. ¡Lo consigo con facilidad!"
Las actitudes contrarias serían: exhibicionismo moral e histeria. Se supone que debemos estar en control de nuestras vidas, que no debemos imponer sobre otros nuestra actitud de necesitados, y que debemos comportarnos de tal forma que irradiemos salud.
Por mucho que admiremos este tipo de fuerza, la calma y compostura habituales pueden ser signo de inmadurez, de falta de sensibilidad y hondura. Una de las señales de madurez y de compasión es la incapacidad de protegerse a sí mismo de ciertas clases de dolor, precisamente la incapacidad para conservarse siempre frío y compuesto.
¿Por qué? Por definición, la sensibilidad y la empatía nos vuelven vulnerables al dolor, a la soledad, y a una debilidad y desamparo. Cuanto más sensibles seamos, menos "fríos" vamos a ser. Caminar con indiferencia y frialdad junto al sufrimiento y al quebranto humano y sentirlo tan poquito que nuestras vidas nunca se sienten molestas por ello, no es señal de madurez y de hondura.
Pudiera parecer que las personas insensibles duermen más tranquilamente por la noche, ya que no sienten grandes ansiedades, especialmente sobre cómo hayan afectado sus acciones a alguien más.
El jesuita Michael Buckley, explica esto: Él compara a Jesús con Sócrates por lo que respecta a la simple excelencia humana y parece que Jesús, de muchas maneras, no está a la altura de Sócrates.
Sócrates fue a su muerte con calma y compostura. Aceptó el juicio del tribunal, disertó sobre las alternativas sugeridas por la muerte y sobre las indicaciones dialécticas de la inmortalidad, no halló motivo para el miedo, bebió la cicuta, y murió.
Jesús, totalmente lo contrario. Jesús estaba casi histérico por el terror y el miedo; "con fuertes gritos y con lágrimas oró a aquél que podía salvarle de la muerte". Buscó el consuelo de sus amigos, los apóstoles, y rogó para poderse escapar de la muerte; pero no logró encontrar ni consuelo ni escape.
Jesús fue un hombre mucho más hondamente débil que Sócrates, susceptible al dolor físico y a la fatiga, sensible al rechazo y al desprecio humano, más afectado por el amor y el odio.
Sócrates nunca lloró sobre Atenas, nunca expresó dolor sobre la traición de sus amigos. Era ponderado e íntegro, nunca excesivamente abierto, convencido de que la persona justa nunca podría sufrir auténtica ofensa. Y por esta razón Sócrates, paradigma de lo que la humanidad puede lograr en lo individual, era filósofo. Y por la misma razón, Jesús de Nazaret era profeta, sufriente, misterioso y salvífico.
San Juan de la Cruz, en su manual, "La Subida al Monte Carmelo", establece una serie de pasos para entrar en el discipulado.
El primer paso es conocer a Cristo profundamente, reflexionando sobre su vida.
El segundo paso es comenzar a imitar activamente a Cristo esforzándose en imitar sus motivaciones.
Luego, juzgamos si nuestros esfuerzos nos están conduciendo con profundidad al discipulado o con mayor hondura al auto-engaño, teniendo en cuenta este criterio: ¿Comienza a fluir más sufrimiento en nuestras vidas o somos más hábiles que nunca protegiéndonos contra ello?
Como Jesús, ¿estamos ahora inclinados a llorar sobre Jerusalén, más que remontarnos por encima de sus sufrimientos? ¿Somos ahora más vulnerables o más fríos e impasibles?
Nunca queremos mostrar signos de debilidad, de estar necesitados o de sentirnos solos, de estar irritados y faltos de perfecto control.
Nuestra sociedad tiene un nombre para eso: ser "frío", y muchos de nosotros intentamos conscientemente proyectar eso precisamente. Desde la indumentaria, la elección de anteojos de sol o nuestra pública compostura, ensayada con cuidado, nos presentamos en público tratando de decir: "Mírenme. Yo tengo éxito, tengo salud, soy atractivo, me siento bien, no estoy solo, no tengo ansiedades en mi vida, soy feliz, mi vida no consiste en una gran lucha, todos mis problemas son manejables, mi vida no se tambalea al borde de nada y no hago ningún esfuerzo para lograr todo. ¡Lo consigo con facilidad!"
Las actitudes contrarias serían: exhibicionismo moral e histeria. Se supone que debemos estar en control de nuestras vidas, que no debemos imponer sobre otros nuestra actitud de necesitados, y que debemos comportarnos de tal forma que irradiemos salud.
Por mucho que admiremos este tipo de fuerza, la calma y compostura habituales pueden ser signo de inmadurez, de falta de sensibilidad y hondura. Una de las señales de madurez y de compasión es la incapacidad de protegerse a sí mismo de ciertas clases de dolor, precisamente la incapacidad para conservarse siempre frío y compuesto.
¿Por qué? Por definición, la sensibilidad y la empatía nos vuelven vulnerables al dolor, a la soledad, y a una debilidad y desamparo. Cuanto más sensibles seamos, menos "fríos" vamos a ser. Caminar con indiferencia y frialdad junto al sufrimiento y al quebranto humano y sentirlo tan poquito que nuestras vidas nunca se sienten molestas por ello, no es señal de madurez y de hondura.
Pudiera parecer que las personas insensibles duermen más tranquilamente por la noche, ya que no sienten grandes ansiedades, especialmente sobre cómo hayan afectado sus acciones a alguien más.
El jesuita Michael Buckley, explica esto: Él compara a Jesús con Sócrates por lo que respecta a la simple excelencia humana y parece que Jesús, de muchas maneras, no está a la altura de Sócrates.
Sócrates fue a su muerte con calma y compostura. Aceptó el juicio del tribunal, disertó sobre las alternativas sugeridas por la muerte y sobre las indicaciones dialécticas de la inmortalidad, no halló motivo para el miedo, bebió la cicuta, y murió.
Jesús, totalmente lo contrario. Jesús estaba casi histérico por el terror y el miedo; "con fuertes gritos y con lágrimas oró a aquél que podía salvarle de la muerte". Buscó el consuelo de sus amigos, los apóstoles, y rogó para poderse escapar de la muerte; pero no logró encontrar ni consuelo ni escape.
Jesús fue un hombre mucho más hondamente débil que Sócrates, susceptible al dolor físico y a la fatiga, sensible al rechazo y al desprecio humano, más afectado por el amor y el odio.
Sócrates nunca lloró sobre Atenas, nunca expresó dolor sobre la traición de sus amigos. Era ponderado e íntegro, nunca excesivamente abierto, convencido de que la persona justa nunca podría sufrir auténtica ofensa. Y por esta razón Sócrates, paradigma de lo que la humanidad puede lograr en lo individual, era filósofo. Y por la misma razón, Jesús de Nazaret era profeta, sufriente, misterioso y salvífico.
San Juan de la Cruz, en su manual, "La Subida al Monte Carmelo", establece una serie de pasos para entrar en el discipulado.
El primer paso es conocer a Cristo profundamente, reflexionando sobre su vida.
El segundo paso es comenzar a imitar activamente a Cristo esforzándose en imitar sus motivaciones.
Luego, juzgamos si nuestros esfuerzos nos están conduciendo con profundidad al discipulado o con mayor hondura al auto-engaño, teniendo en cuenta este criterio: ¿Comienza a fluir más sufrimiento en nuestras vidas o somos más hábiles que nunca protegiéndonos contra ello?
Como Jesús, ¿estamos ahora inclinados a llorar sobre Jerusalén, más que remontarnos por encima de sus sufrimientos? ¿Somos ahora más vulnerables o más fríos e impasibles?
Ronaldo Rolheiser