EL ESPÍRITU SANTO ME HACE RECORDAR LA MÚSICA - La que todos llevamos dentro nuestro y que el sembrador de estrellas plantó.

Andrés Segovia (1893 - 1987, padre de la guitarra clásica) dio un recital en el pueblo de la Herradura. Antes de comenzar, relató cómo nació su vocación, su despertar a la música, y se remontó a su infancia.
En su pueblo, pasaba de vez en cuando un personaje curioso. Era portador de los utensilios más variados y traía la ilusión a los niños. Llevaba una cacharrería ambulante: libros exóticos, figuritas de todos los colores, mariposas disecadas, juguetes para diversión de niños, muñecas vestidas de azul para niñas... Iba sacando con manos de prestidigitador aquellos juguetes, ante el redondel goloso de una mirada maravillada e infantil.
De pronto, aquel hombre sacó una guitarra y empezó a tocarla. Aquel niño, nunca había visto una guitarra, nunca había oído su armonía. Entonces yo recordé la música”, reveló Andrés Segovia.
La música estaba dentro del niño que se llamaba Andrés. Alguien la había sembrado antes, generosamente, pero la música dormitaba escondida, expectante, por la sangre de sus venas. Aguardaba esa mano que pudiera arrancarla. Escuchando a Andrés Segovia, entendí muy bien, en aquel concierto, quién era y qué hacía el Espíritu Santo. Se me reveló como un repentino arpegio.
El Evangelio de Juan afirma que el Espíritu nos hará recordar: “El Espíritu Santo les recordará todo lo que yo les he dicho”.
Recordar las palabras es rescatarlas del olvido y permitirles que desalojen toda su carga significativa, que lleguen a ser lo que son: anuncio vivo, comunicación, interpelación, sentimientos...
Todas las palabras -también las palabras de Jesús en el Evangelio- están dormidas, sepultadas tras una capa de ceniza, bajo un manto de rescoldo. ¿Qué leemos cuando leemos, palabras o cenizas? Con cuánta frecuencia sólo llegamos a descubrir vocablos polvorientos...
Pero el Espíritu sopla y las palabras hasta entonces vulgares o enigmáticas, o irreconocibles, se convierten en unas palabras verdaderas, cordiales.
El Espíritu insufla, y aparecen en el fondo del alma unas ascuas vivas, resplandecientes, que nos queman y abrasan. Ese… “ahora lo entiendo”. Ese… “ahí está la salida”. Ese… “cómo no me había dado cuenta antes”.
Hablamos vocablos, repetimos cantinelas de palabras como voces o flautas de viento, que el viento se lleva... hasta que en un momento dado caemos en la cuenta de lo que son y representan. Entonces comenzamos a hablar y comunicarnos. Eso hace el Espíritu.
Vemos caras, rostros anónimos, como una larga fotocopia repetida hasta la extenuación, hasta que, de pronto, alguien enciende nuestros ojos por dentro, miramos y descubrimos el rostro único de alguien. Y le podemos llamar “tú”. Invocarlo personalmente. Eso hace el Espíritu.
Él despierta en nosotros todo cuanto de hermoso hay escondido. Es el soplo que da vida a las ascuas, el aliento que inspira las palabras, el que nos hace recordar la música olvidada que todos nosotros portamos y que el sembrador de las estrellas plantó una mañana en nuestro corazón.
Y por fin el Espíritu nos hace gritar, sin saber nosotros cómo, aviva nuestro instinto más profundo y gime en nuestro interior para dirigirnos a Dios, asombrosamente, con este clamor maravilloso: “Padre, querido Padre”.
PARA PENSAR
¿Qué es lo que el Espíritu tiene que despertar en mí?
Me tiene que ayudar a descubrir lo esencial, para que yo pueda quitarme de encima tantos pesos inútiles, que otros y hasta yo mismo, me eché encima.
Me va a ayudar para que en todos los rincones de esta ciudad que habito descubra esa lámpara encendida que se llama JESÚS.
Con su ayuda guardaré la Palabra, y la hará despertar cuando necesite oírla y entenderla. La Palabra de Jesús no será una más perdida entre tanta palabrería. Tendrá su propia tienda plantada en medio de nosotros.
Despertará en mí la paz cuando me enfrente con mis errores y limitaciones, cuando sean muy grandes las responsabilidades, cuando sea demasiado grande el número de tareas, cuando me sienta juzgado -con razón o sin ella-, o herido en mis sentimientos...
Me recordará que estoy “habitado” cuando me parezca que estoy solo, o incomprendido, o cuando las cosas no resulten como yo quería.

Y me recordará también que el PRÓJIMO… “el otro”, sobre todo “ése”, también es Templo de Dios, es sagrado, por mucho que a mí no me lo parezca.
Francisco Contreras, cmf