Con la excepción de María, se trata del único santo a quien recordamos en su nacimiento y en su martirio. De los demás santos celebramos solamente su muerte. Además los datos le ratifican su carácter de precursor, al situar su nacimiento en pleno solsticio de verano, seis meses antes del nacimiento de Cristo.
Tras la visita de María a Isabel, encontramos el nacimiento del Bautista. Su alumbramiento provoca el asombro y la incomprensión de los vecinos y despierta en ellos la pregunta misteriosa acerca de su identidad: “¿qué va a ser de este niño?”. Estamos ante el misterio de Dios en un niño. El evangelio refiere, entre otros, dos elementos interesantes que son epifanía de ese misterio: la circuncisión y el nombre.
El rito de la circuncisión. Cualquier judío lo entendía como un rito de tránsito por el que un varón era reconocido como miembro del pueblo de Israel. Así se expresaba la conciencia religiosa de pertenencia al pueblo que ha sellado con Dios una alianza particular.
Los primeros cristianos abandonaron muy pronto este rito, que quedó sin sentido. En su lugar y de una forma radicalmente más intensa se valoró el bautismo. Al ser bautizados quedamos vinculados de manera especial con Dios, por la adhesión a la vida y a la muerte de Cristo. Así resaltamos nuestra identidad de hijos de Dios y nuestra pertenencia a su Pueblo.
La imposición del nombre. En el ambiente tradicional judío era el padre el que elegía el nombre. De esa manera expresaba que el hijo era suyo y que pertenecía a su descendencia.
En cambio, un nombre desconocido, extraño en la familia, como el de Juan que impone Zacarías, insinuaba la sospecha de una extraña desvinculación del grupo familiar. Eso fue lo que sucedió a los profetas. Y fue lo que sucedió al hijo de Zacarías: Dios le cambió el nombre y, desde ese momento, hubo de dedicarse a la misión que se le confiaba.
Tal vez no tenga mucho sentido preguntarnos por el significado de nuestro propio “nombre de pila”, elegido acaso por motivos tan diversos como alejados del sentido bíblico. No obstante, hoy que corremos el riesgo de distanciarnos demasiado del centro de nuestra vida, sigue teniendo sentido preguntarnos acerca de nuestra más honda identidad.
Se trata de favorecer una renovada toma de conciencia de quiénes somos y cuál es nuestro lugar en la sociedad y en el universo. Y lo que ello significa de cara a lo que hacemos.
“Juan” significa más o menos “Dios ha tenido misericordia”. En este nombre el Bautista encontró el sentido y la fuerza de su vida. A quien le preguntase: ¿qué sentido, qué dirección tiene tu vida?, en el nombre encontrará sin duda la respuesta.
Tras la visita de María a Isabel, encontramos el nacimiento del Bautista. Su alumbramiento provoca el asombro y la incomprensión de los vecinos y despierta en ellos la pregunta misteriosa acerca de su identidad: “¿qué va a ser de este niño?”. Estamos ante el misterio de Dios en un niño. El evangelio refiere, entre otros, dos elementos interesantes que son epifanía de ese misterio: la circuncisión y el nombre.
El rito de la circuncisión. Cualquier judío lo entendía como un rito de tránsito por el que un varón era reconocido como miembro del pueblo de Israel. Así se expresaba la conciencia religiosa de pertenencia al pueblo que ha sellado con Dios una alianza particular.
Los primeros cristianos abandonaron muy pronto este rito, que quedó sin sentido. En su lugar y de una forma radicalmente más intensa se valoró el bautismo. Al ser bautizados quedamos vinculados de manera especial con Dios, por la adhesión a la vida y a la muerte de Cristo. Así resaltamos nuestra identidad de hijos de Dios y nuestra pertenencia a su Pueblo.
La imposición del nombre. En el ambiente tradicional judío era el padre el que elegía el nombre. De esa manera expresaba que el hijo era suyo y que pertenecía a su descendencia.
En cambio, un nombre desconocido, extraño en la familia, como el de Juan que impone Zacarías, insinuaba la sospecha de una extraña desvinculación del grupo familiar. Eso fue lo que sucedió a los profetas. Y fue lo que sucedió al hijo de Zacarías: Dios le cambió el nombre y, desde ese momento, hubo de dedicarse a la misión que se le confiaba.
Tal vez no tenga mucho sentido preguntarnos por el significado de nuestro propio “nombre de pila”, elegido acaso por motivos tan diversos como alejados del sentido bíblico. No obstante, hoy que corremos el riesgo de distanciarnos demasiado del centro de nuestra vida, sigue teniendo sentido preguntarnos acerca de nuestra más honda identidad.
Se trata de favorecer una renovada toma de conciencia de quiénes somos y cuál es nuestro lugar en la sociedad y en el universo. Y lo que ello significa de cara a lo que hacemos.
“Juan” significa más o menos “Dios ha tenido misericordia”. En este nombre el Bautista encontró el sentido y la fuerza de su vida. A quien le preguntase: ¿qué sentido, qué dirección tiene tu vida?, en el nombre encontrará sin duda la respuesta.