Nunca
voy a olvidar el primer día que entré a la cárcel de Villa Urquiza. Tenía 22
años. Dentro de la formación sacerdotal me habían pedido que ese año me uniese
a la Pastoral Penitenciaria en su tarea de acompañar al privado de libertad.
Como
muchos cristianos, tenía prejuicios hacia el preso. Desde de una estructura
moralista -sostenida mucho tiempo por la Iglesia- el mundo se dividía en
"buenos" y "malos". Por supuesto, "adentro"
estaban los malos y "afuera", los buenos.
Los
voluntarios de la Pastoral Penitenciaria despertaron en mí la mirada
misericordiosa del Padre Dios que más allá de excluir, apartar o negar a los
malos, amaba a todos los hombres por el simple hecho de ser sus hijos.
El
contacto directo con los reclusos me puso rostros concretos de personas con
riquezas y pobrezas, alegrías y esperanzas, aciertos y desaciertos.
La
Pastoral de la Iglesia sostiene que el privado de la libertad es el pobre entre
los pobres: le falta de todo (un lugar digno dónde residir, abrigo, comida,
etc.) y también afecto, paz, comprensión y, por supuesto, libertad. Por eso se
le lleva el mensaje liberador del Evangelio y el amor misericordioso de Dios.
Muchos años después, siendo ya sacerdote, el Obispo me pidió que sea capellán
de los Institutos Roca y Santa María Goretti, que alojan a adolescentes en
conflicto con la ley penal. Al igual que en el Penal de Villa Urquiza, encontré
voluntarios de la Pastoral que visitaban desde hacía años a los adolescentes.
Eran jóvenes voluntarios del Movimiento Palestra que habían asumido el desafío
de que el joven evangelice al joven. En consonancia con lo que pide nuestro
papa Francisco, éstos jóvenes habían salido del encierro y habían entrado en un
mundo con gran sed de Dios y de amor, desconocido o negado por muchos.
El
Papa Francisco, en el marco de la Jornada Mundial de la Juventud, se encontró
con jóvenes privados de la libertad, testimonio de la actitud que tenemos que
tener como sociedad y como Iglesia. Lejos de excluir a estos jóvenes tenemos
que preguntarnos con sinceridad qué es lo que les estamos ofreciendo para que
sus vidas sean distintas.
Coincidimos
con nuestro Papa en que el hombre de hoy busca llenar su vida con cosas
materiales, pero tiene vacío su corazón: perdió el interés en el otro, en su
persona, y lo tiene puesto en el bien material.
Los
jóvenes privados de libertad son el signo más elocuente de una realidad que
como sociedad no queremos ver: la falta de sentido de la vida y la sensación de
desamor y desamparo que genera el materialismo. Si a esto se suma que el joven
proyecta su vida únicamente en el bien material, vemos como resultado la
frustración, el fracaso, la desesperanza. Estos son los jóvenes que hoy
encontramos privados de libertad. El delito no es el problema estructural en
sus vidas, sino la falta de un proyecto de vida que los llene de esperanzas y
les dé un sentido pleno marcándoles un rumbo.
Por eso, en los institutos más
que "delincuentes" encontramos adictos. Con el uso de sustancias
psicoactivas buscan inhibir el dolor, modificar el estado anímico o alterar las
percepciones de la realidad circundante. De ahí que la Pastoral de la Iglesia
trata de generar en ellos un encuentro personal con Jesucristo que les dé paso a
un cambio de vida. A través del Evangelio se les propone un camino de
liberación y que se sientan amados con la misericordia de Dios.
Muchas
cosas condicionan nuestra Pastoral: el escaso número de voluntarios, su falta
de perseverancia y de creatividad para anunciar el Evangelio en la realidad en
la que viven los privados de libertad. Además, falta un trabajo ecuménico con
los otros credos que visitan las instituciones. En vez de ser verdaderos
hogares que contengan y reinserten al adolescente en la sociedad, suelen ser
"lugares de paso" que generan mayores vicios y frustraciones. El
Estado, que a veces quiere dejar a Dios afuera de la sociedad, traba
iniciativas que tratan de acercar al joven a una verdadera experiencia de Dios.
El
desafío es tener la mirada que el Señor nos da en el Evangelio de Mateo (25,
36): el preso no es un enemigo sino un hermano al que amar y ayudar. Debemos
imitar el ejemplo que el papa Francisco dio en Río de Janeiro.
Daniel
Clérici - Capellán de los Hogares e Institutos de Menores de la Provincia