La parábola de Jesús es conocida. Un fariseo y un recaudador de impuestos “suben al templo a orar”. Los dos comienzan su plegaria con la misma invocación: “Oh Dios”. Sin embargo, el contenido de su oración y, sobre todo, su manera de vivir ante ese Dios es muy diferente.
Jesús pronunció esta parábola pensando en esas personas que, convencidas de ser “justas”, dan por descontado que su vida agrada a Dios y se pasan los días condenando a los demás.
El fariseo ora “erguido”. Se siente seguro ante Dios. Cumple todo lo que pide la ley y más. Todo lo hace bien. Le habla a Dios de sus “ayunos” y del pago de los “diezmos”, pero no le dice nada de sus obras de caridad y de su compasión hacia los últimos. Le basta su vida religiosa.
Este hombre vive envuelto en la “ilusión de inocencia total”: “yo no soy como los demás”. Desde su vida “santa” no puede evitar sentirse superior a quienes no pueden presentarse ante Dios con los mismos méritos.
El publicano, entra en el templo, pero “se queda atrás”. No merece estar en lugar sagrado entre personas tan religiosas. “No se atreve a levantar los ojos al cielo” hacia ese Dios grande e insondable. “Se golpea el pecho”, pues siente de verdad su pecado y mediocridad.
Examina su vida y no encuentra nada grato que ofrecer a Dios. Tampoco se atreve a prometerle nada para el futuro. Sabe que su vida no cambiará mucho. A lo único que se puede agarrar es a la misericordia de Dios: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”.
La conclusión de Jesús es revolucionaria. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve a casa trasformado, bendecido, “justificado” por Dios.
El fariseo, por el contrario, ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada compasiva de Dios.
A veces, los cristianos pensamos que “no somos como los demás”. La Iglesia es santa y el mundo vive en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena a los demás, olvidando la compasión de Dios hacia todos sus hijos e hijas?
Jose Pagola
Jesús pronunció esta parábola pensando en esas personas que, convencidas de ser “justas”, dan por descontado que su vida agrada a Dios y se pasan los días condenando a los demás.
El fariseo ora “erguido”. Se siente seguro ante Dios. Cumple todo lo que pide la ley y más. Todo lo hace bien. Le habla a Dios de sus “ayunos” y del pago de los “diezmos”, pero no le dice nada de sus obras de caridad y de su compasión hacia los últimos. Le basta su vida religiosa.
Este hombre vive envuelto en la “ilusión de inocencia total”: “yo no soy como los demás”. Desde su vida “santa” no puede evitar sentirse superior a quienes no pueden presentarse ante Dios con los mismos méritos.
El publicano, entra en el templo, pero “se queda atrás”. No merece estar en lugar sagrado entre personas tan religiosas. “No se atreve a levantar los ojos al cielo” hacia ese Dios grande e insondable. “Se golpea el pecho”, pues siente de verdad su pecado y mediocridad.
Examina su vida y no encuentra nada grato que ofrecer a Dios. Tampoco se atreve a prometerle nada para el futuro. Sabe que su vida no cambiará mucho. A lo único que se puede agarrar es a la misericordia de Dios: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”.
La conclusión de Jesús es revolucionaria. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve a casa trasformado, bendecido, “justificado” por Dios.
El fariseo, por el contrario, ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada compasiva de Dios.
A veces, los cristianos pensamos que “no somos como los demás”. La Iglesia es santa y el mundo vive en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena a los demás, olvidando la compasión de Dios hacia todos sus hijos e hijas?