La parábola es breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un “juez” al que le faltan dos actitudes consideradas básicas en Israel para ser humano.
“No teme a Dios” y “no le importan las personas”. Es un hombre sordo a la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los oprimidos.
La “viuda” es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin apoyo social alguno. En la tradición bíblica estas “viudas” son, junto a los niños huérfanos y los extranjeros, el símbolo de las gentes más indefensas. Los más pobres de los pobres.
La mujer no puede hacer otra cosa sino presionar, moverse una y otra vez para reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su “adversario”. Toda su vida se convierte en un grito: “Hazme justicia”.
Durante un tiempo, el juez no reacciona. No se deja conmover; no quiere atender aquel grito incesante. Después, reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente, para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a peor.
Si un juez tan mezquino y egoísta termina haciendo justicia a esta viuda, Dios que es un Padre compasivo, atento a los más indefensos, “¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche”.
La parábola encierra antes que nada un mensaje de confianza. Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios no es sordo a sus gritos. Está permitida la esperanza. Su intervención final es segura. Pero ¿no tarda demasiado?
De ahí la pregunta inquietante del evangelio. Hay que confiar; hay que invocar a Dios de manera incesante y sin desanimarse; hay que “gritarle” que haga justicia a los que nadie defiende. Pero, cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
¿Es nuestra oración un grito a Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por otra, llena de nuestro propio yo?
¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un bienestar siempre mejor y más seguro?
José Antonio Pagola - Red evangelizadora Buenas Noticias
Que se oiga el grito de los pobres. Pásalo
“No teme a Dios” y “no le importan las personas”. Es un hombre sordo a la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los oprimidos.
La “viuda” es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin apoyo social alguno. En la tradición bíblica estas “viudas” son, junto a los niños huérfanos y los extranjeros, el símbolo de las gentes más indefensas. Los más pobres de los pobres.
La mujer no puede hacer otra cosa sino presionar, moverse una y otra vez para reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su “adversario”. Toda su vida se convierte en un grito: “Hazme justicia”.
Durante un tiempo, el juez no reacciona. No se deja conmover; no quiere atender aquel grito incesante. Después, reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente, para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a peor.
Si un juez tan mezquino y egoísta termina haciendo justicia a esta viuda, Dios que es un Padre compasivo, atento a los más indefensos, “¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche”.
La parábola encierra antes que nada un mensaje de confianza. Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios no es sordo a sus gritos. Está permitida la esperanza. Su intervención final es segura. Pero ¿no tarda demasiado?
De ahí la pregunta inquietante del evangelio. Hay que confiar; hay que invocar a Dios de manera incesante y sin desanimarse; hay que “gritarle” que haga justicia a los que nadie defiende. Pero, cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
¿Es nuestra oración un grito a Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por otra, llena de nuestro propio yo?
¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un bienestar siempre mejor y más seguro?
José Antonio Pagola - Red evangelizadora Buenas Noticias
Que se oiga el grito de los pobres. Pásalo