- Padre DANTE EDUARDO SIMÓN - 25 años de Sacerdocio.

El pasado 14 de octubre, durante la Misa de acción de gracias por sus 25 años de sacerdote en la Pquia. San Juan Bosco, el padre Dante Simón (que durante muchos años fue nuestro Asesor Espiritual) leyó unas palabras que resumen sus sentimientos en estos momentos.
Como en ellas le dedica un párrafo especial a Palestra, me parece conveniente que el Movimiento y, particularmente, quienes compartieron con el, las conozcan.Un abrazo. Gonzalo Abuín.
+
Ave María
“María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Y dijo entonces: Mi alma canta la grandeza del Señor” (Lc 1, 39.46)

En esta celebración jubilar, con gran humildad y filial confianza en María, a quién le ofrecí mi sacerdocio, quisiera hacer mías estas palabras suyas para hacer Memoria de todo lo que ha hecho el Señor, hace y suplicarle, al mismo tiempo, para siga haciendo. Petición que siempre hacía el Pueblo de Dios en Antiguo Testamento y hoy la Iglesia repite a diario.
Me siento impulsado a ir a la intimidad del Cenáculo cuando el Señor, la noche que fue entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: “Este es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía. De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: “Esta copa es la nueva alianza que se sella con mi sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía”. Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muere del Señor hasta que él vuelva” (1 Cor 11, 23-26)
Mi alma canta la grandeza del Señor por la iniciativa redentora del Padre, cumplida por la entrega generoso de su Hijo y que se prologa cada día por el ministerio sacerdotal para que todos los bautizados y los que quieran creer puedan tocar al Señor y salvarse.
Mi alma canta la grandeza del Señor porque, sin merecerlo, ha mirado mi sencilla familia y puso en mi corazón la grandeza de la vocación para ser salesiano sacerdote y anunciar, santificar y acompañar, especialmente, a los jóvenes para que valoren, adquieran y conserven la “ciencia eminente de conocer a Jesucristo”.
Mi alma canta la grandeza del Señor porque mis padres, sin dimensionar, tal vez, del todo la grandeza de lo que estaba sucediendo, fueron generosos, a pesar de mis pocos años, y me dieron su bendición para ingresar al seminario menor con mis apenas once años. Aquellos fueron siete años de convivencia con grandes salesianos, cercanos, padres y amigos que me trasmitieron los valores de la vocación y los indispensables hábitos humanos y sobrenaturales.
Mi alma canta la grandeza del Señor porque durante el tiempo de formación nunca faltaron las grandes satisfacciones de los pasos dados. Tampoco faltaron las espinas y cruces que dolieron, hicieron sangrar, sin dudas, para un bien mayor y fueron moldeando el corazón de pastor que no deja de “sembrar con lágrimas para cosechar cantando”.
Mi alma canta la grandeza del Señor por las personas que fueron puestas por Dios para acompañarme, estimularme y poner los límites en la arcilla de mi persona, no siempre fácil. No sería posible nombrarlos para agradecerles con la debida justicia que todos merecen. Sin embargo, pido sepan comprender la necesidad de expresar mi gratitud para quién supo trasmitir, aunque no lo he asimilado como debiera, el espíritu celebrativo desde adentro para hacer participar a los hermanos de los Misterios del Señor con la celebración digna, atenta y devota de la Sagrada Liturgia, tarea cotidiana del sacerdote puesto al servicio del pueblo de Dios. Entonces, Mi alma canta la grandeza del Señor por lo que el querido Padre Armando Conti supo, con convicción y pasión, iniciarnos en la Liturgia para amar los Misterios que celebramos. Esto siempre queda como tarea pendiente, pero a lo largo de estos años, no ha dejado de motivarme profundamente en el ejercicio del ministerio.
Mi alma canta la grandeza del Señor porque está vivo en mi memoria aquel gran momento en que, hace ya veinticinco años el 9 de octubre, la asamblea invocaba a los santos sobre nosotros jóvenes Diáconos, postrados en tierra en el centro del templo, antes de recibir la Ordenación sacerdotal por la imposición de manos del Obispo. Doy gracias al Espíritu Santo por aquella efusión de gracia que marcó mi vida.
Mi alma canta la grandeza del Señor por todo lo que he vivido en estos veinticinco años. Cuántas veces tuve que hacer silencio y caer de rodillas para adorar la acción de Dios que sobrepasaba infinitamente mi tan limitado servicio. Viene a mi memoria a modo de muestra, las veces que, con espíritu de mucha fe, mi mamá me pedía que la confesara. Sorprendido y tembloroso, no atinaba a acceder enseguida porque me parecía que no debía escuchar en confesión a aquella que me había dado junto con mi papá en Dios, el sagrado don de la vida. Mi alma canta la grandeza del Señor porque sus cosas son así… siempre superando nuestras pobres lógicas y cálculos.
Mi alma canta la grandeza del Señor por la muerte de mis padres. Las viví intensamente y como hijo con mucho dolor. Al mismo tiempo, con el gozo muy grande de ser instrumento del amor del Padre, ayudando a correr el velo para que empezaran a contemplarlo para siempre. En este momento, mientras lo miran ellos, quisiera que lo hicieran también por mí para ser bendecido siempre con la fuerza del Orden Sagrado.

Mi alma canta la grandeza del Señor porque a penas ordenado sacerdote recibí mi primera obediencia como sacerdote de venir a Tucumán. Aquí se me abrió un mundo maravilloso de apostolado. Inauguré mi sacerdocio en las más hermosas y variadas experiencias. En forma especial con los jóvenes en una etapa importante de la vida, dónde deseaban a Dios y no siempre sabían como buscarlo.
Mi alma canta la grandeza del Señor porque en ese mismo tiempo conocí y me enamoré del Movimiento Palestra. Allí supe tener experiencias muy fuertes en contacto con la gracia y la acción misericordiosa de Dios.


Mi alma canta la grandeza del Señor porque he sido llamado a prestar servicio en la administración de la justicia y tocar, con mucha frecuencia, la realidad humana del dolor de mis hermanos consagrados, sacerdotes y fieles, en general, probados por variados motivos y circunstancias.
A la Virgen del Magnificat le pido que no deje de darme el corazón, el oído, los ojos y los brazos de padre para avivar la mecha humeante y para que arda la esperanza de saber que Dios es un Padre Bueno. Es justo en la misericordia, conocedor de la misma naturaleza humana que Él, por amor, ha creado.
Mi alma canta la grandeza del Señor por este día en que considero mi vocación como dice san Pablo a los Corintios: «Consideren, hermanos, su vocación» (1Co 1, 26). Debo «considerar» a menudo mi vocación, descubriendo cada vez más su sentido y grandeza, que siempre me superan.
Mi alma canta la grandeza por esta celebración en este lugar que me trae de los más hermosos recuerdos, amistad, apostolado y comunidad. A todos ustedes entre los que se encuentran amigos entrañables, exalumnos, agentes de pastoral, fieles de la parroquia, los considero un gran tesoro.
Deseo, queridos hermanos, invitarlos a participar en mi Te Deum de acción de gracias por el don de la vocación. Los jubileos, como saben, son momentos importantes en la vida de un sacerdote, es decir, como unas piedras miliares en el camino de la vocación. Según la tradición bíblica, el jubileo es tiempo de alegría y de acción de gracias. El agricultor da gracias al Creador por la cosecha; nosotros, con ocasión de nuestros jubileos, agradecemos al Pastor eterno los frutos de la vida sacerdotal, el servicio dado a la Iglesia y a la humanidad en los distintos lugares del mundo y en las condiciones más diversas y en las múltiples situaciones de trabajo en que la Providencia nos ha puesto y guiado. Sabemos que «somos siervos inútiles» (Lc 17, 10), sin embargo estamos agradecidos al Señor porque ha querido hacer de nosotros sus ministros.
Al dar gracias, pido también perdón a Dios y a los hermanos por las negligencias y las faltas, fruto de mi debilidad humana. El jubileo, según la Sagrada Escritura, no podía ser sólo una acción de gracias por la cosecha; conllevaba también la remisión de las deudas. Imploro, pues, a Dios misericordioso que me perdone las deudas contraídas a lo largo de mi vida y en el ejercicio del ministerio sacerdotal.
A la Virgen la miro de nuevo, que me auxilie para que puede ser cada vez un mejor enviado, se den frutos duraderos y pueda vivir, cada vez mejor, el lema que me propuse el día de mi ordenación: “Testimonio de Cristo Pastor con corazón mariano”.