Jesús al pasar, vio a Mateo sentado al mostrador de los impuestos. Jesús estaba en movimiento y Mateo, por el contrario, parado, tanto, que estaba sentado. Directo, sin preámbulos, le dice: “Sígueme”. El otro, se levanta y lo sigue.
Jesús es tan incomprensible en sus movimientos de acercamiento; tan resuelto, tan disparatado que ambientando la escena hoy, no puedo menos que sonreír, imaginando que se acerca al funcionario que me atendió el otro día en una oficina.
Jesús es tan incomprensible en sus movimientos de acercamiento; tan resuelto, tan disparatado que ambientando la escena hoy, no puedo menos que sonreír, imaginando que se acerca al funcionario que me atendió el otro día en una oficina.
O a la doctora que tenía una larga lista de pacientes para consulta, o al abogado que está a punto de agarrar su carpeta de papeles para ir a tribunales; o a la mamá que prepara apurada el desayuno para sus tres chicos, para llegar a tiempo a la oficina y dejarlos previamente en el colegio; o al obrero que acaba de subirse al andamio para iniciar su jornada de trabajo; o al sacerdote que tiene la agenda llena de reuniones; o a mí misma en cualquiera de los quehaceres del día.
Un sin fin de escenas se me ocurren para seguir sonriendo ante la posibilidad de escuchar ese “Sígueme” personal e intransferible de Jesús a cada uno.
Nos cuentan que Mateo se levantó y lo siguió.
Cuando alguien nos invita a seguirle, normalmente nos quiere llevar a algún sitio que conoce, que nos quiere mostrar, que puede ser interesante para nosotros…
Pero Jesús es de lo más imprevisible y, en la escena siguiente, nos encontramos con la sorpresa de que Jesús lleva a Mateo a su propia casa, se sienta a su mesa con publicanos y pecadores, es decir los conocidos de Mateo, la gente con la que se relacionaba. Mateo debía estar atónito, sin decir palabra.
Dios nos busca y nos dice: “¡Sígueme!”. Poniéndonos en marcha en la dirección que nos indica, al poco, nos damos cuenta de que nos lleva justo al centro de uno mismo: la casa interior. Ahí se realiza el encuentro, porque es su propia morada.
Y luego suceden cosas en esa casa, empezando por la entrada de luz, con el abrir de ventanas y puertas, con el abrir del alma y el corazón al mundo que nos rodea a las personas que nos ven pasar constantemente.
Mari Paz López Santos
Un sin fin de escenas se me ocurren para seguir sonriendo ante la posibilidad de escuchar ese “Sígueme” personal e intransferible de Jesús a cada uno.
Nos cuentan que Mateo se levantó y lo siguió.
Cuando alguien nos invita a seguirle, normalmente nos quiere llevar a algún sitio que conoce, que nos quiere mostrar, que puede ser interesante para nosotros…
Pero Jesús es de lo más imprevisible y, en la escena siguiente, nos encontramos con la sorpresa de que Jesús lleva a Mateo a su propia casa, se sienta a su mesa con publicanos y pecadores, es decir los conocidos de Mateo, la gente con la que se relacionaba. Mateo debía estar atónito, sin decir palabra.
Dios nos busca y nos dice: “¡Sígueme!”. Poniéndonos en marcha en la dirección que nos indica, al poco, nos damos cuenta de que nos lleva justo al centro de uno mismo: la casa interior. Ahí se realiza el encuentro, porque es su propia morada.
Y luego suceden cosas en esa casa, empezando por la entrada de luz, con el abrir de ventanas y puertas, con el abrir del alma y el corazón al mundo que nos rodea a las personas que nos ven pasar constantemente.
Mari Paz López Santos