No se puede estar cinco minutos esperando el colectivo sin sentir que se está perdiendo el tiempo. ¿Por qué no aprovechar esos minutos para reflexionar, para rezar, para recordar a nuestros seres queridos o para hacer un repaso de aquellas cosas que nos quedan pendientes?
No lo hacemos porque sólo podemos pensar en el colectivo que no viene, como si fuera a propósito, para hacernos llegar tarde, y, ocupamos esos instantes en acumular bronca hacia el colectivero que poco tiene que ver con ese retraso o con que nosotros hayamos llegado a la parada justo cuando se iba el micro anterior.
Sin embargo, hay otras situaciones en las cuales no importa el paso del tiempo. Podemos permanecer un buen rato contemplando a un recién nacido en el seno familiar sin sentir que el tiempo transcurre.
Creo que es uno de los momentos de la vida en que el pensamiento retrocede y somos, casi totalmente, pura sensibilidad. Sentimos admiración, grandeza, amor, esperanza…
No hay mucho que pensar, la vida explota y nos ofrece a un niño envuelto en pañales. Esta sensación dura unos instantes y la razón a establecer sus reglas; comenzamos a pensar qué será de la vida de ese niño, si existirá el mundo cuando él sea grande o, como consecuencia del calentamiento global, desaparecerá la humanidad.
Comenzamos a hacer planes; con esos dedos, será pianista. Con esos pulmones, será cantante. ¿Qué habrá pensado María mientras acunaba a Jesús? ¿Qué habrá sentido?
No lo hacemos porque sólo podemos pensar en el colectivo que no viene, como si fuera a propósito, para hacernos llegar tarde, y, ocupamos esos instantes en acumular bronca hacia el colectivero que poco tiene que ver con ese retraso o con que nosotros hayamos llegado a la parada justo cuando se iba el micro anterior.
Sin embargo, hay otras situaciones en las cuales no importa el paso del tiempo. Podemos permanecer un buen rato contemplando a un recién nacido en el seno familiar sin sentir que el tiempo transcurre.
Creo que es uno de los momentos de la vida en que el pensamiento retrocede y somos, casi totalmente, pura sensibilidad. Sentimos admiración, grandeza, amor, esperanza…
No hay mucho que pensar, la vida explota y nos ofrece a un niño envuelto en pañales. Esta sensación dura unos instantes y la razón a establecer sus reglas; comenzamos a pensar qué será de la vida de ese niño, si existirá el mundo cuando él sea grande o, como consecuencia del calentamiento global, desaparecerá la humanidad.
Comenzamos a hacer planes; con esos dedos, será pianista. Con esos pulmones, será cantante. ¿Qué habrá pensado María mientras acunaba a Jesús? ¿Qué habrá sentido?
María guardaba las cosas en su corazón: aquello que no comprendía y lo que iba comprendiendo. ¿Qué habrán pensado y sentido los pastores?
Hombres duros, acostumbrados a vivir en las afueras, entre animales, se arrodillaron frente a un bebé nacido en un establo. Por un instante se detuvo el tiempo y el niño hizo el milagro de llegar a lo más profundo de su corazón. María contemplaba y no alcanzaban las palabras para expresar ese momento: lo guardaba en su corazón.
Esa escena ha quedado como congelada en el sentir de la humanidad. La mayoría de la gente, cada vez que piensa en un pesebre, piensa en María, Jesús, José y los pastores.
Hay cosas que detienen el tiempo o, mejor dicho; lo trascienden. Como la Navidad. Cada año lo mismo, las mismas costumbres, las mismas comidas, los mismos familiares, el mismo brindis y el mismo pariente que toma unas copas de más. Por un lado, es bueno que sea así, la Navidad es celebración permanente de un Dios que se hizo uno de nosotros.
Pero, al mismo tiempo debería ser asombro y misterio; deberíamos vivirlo como algo nuevo, deberíamos sentir que recibimos a un niño en nuestra familia, en nuestra sociedad, alguien que sólo viene a dar.
La Navidad debería ser una explosión de sentimientos, más que de razones y explicaciones. ¿Cómo vamos a explicar que Dios se hizo uno de nosotros?
El que cree no necesita explicación y al que no cree, ninguna razón lo convencerá. Mi deseo para esta Navidad es que sintamos que Jesús recién nacido está en nuestros brazos, que, como los pastores, descubramos la grandeza de Dios con nosotros, y, que esa grandeza se nos contagie para comenzar a valorar esos instantes con familiares y amigos que detienen el tiempo.
María Inés Casalá - inescasala@fibertel.com.ar
Hombres duros, acostumbrados a vivir en las afueras, entre animales, se arrodillaron frente a un bebé nacido en un establo. Por un instante se detuvo el tiempo y el niño hizo el milagro de llegar a lo más profundo de su corazón. María contemplaba y no alcanzaban las palabras para expresar ese momento: lo guardaba en su corazón.
Esa escena ha quedado como congelada en el sentir de la humanidad. La mayoría de la gente, cada vez que piensa en un pesebre, piensa en María, Jesús, José y los pastores.
Hay cosas que detienen el tiempo o, mejor dicho; lo trascienden. Como la Navidad. Cada año lo mismo, las mismas costumbres, las mismas comidas, los mismos familiares, el mismo brindis y el mismo pariente que toma unas copas de más. Por un lado, es bueno que sea así, la Navidad es celebración permanente de un Dios que se hizo uno de nosotros.
Pero, al mismo tiempo debería ser asombro y misterio; deberíamos vivirlo como algo nuevo, deberíamos sentir que recibimos a un niño en nuestra familia, en nuestra sociedad, alguien que sólo viene a dar.
La Navidad debería ser una explosión de sentimientos, más que de razones y explicaciones. ¿Cómo vamos a explicar que Dios se hizo uno de nosotros?
El que cree no necesita explicación y al que no cree, ninguna razón lo convencerá. Mi deseo para esta Navidad es que sintamos que Jesús recién nacido está en nuestros brazos, que, como los pastores, descubramos la grandeza de Dios con nosotros, y, que esa grandeza se nos contagie para comenzar a valorar esos instantes con familiares y amigos que detienen el tiempo.
María Inés Casalá - inescasala@fibertel.com.ar