Una vez hubo un hombre que, en medio de la noche, salió a buscar fuego. Fue de casa en casa, pero todo el mundo estaba dormido. Por fin vio a lo lejos el resplandor de un fuego y se fue para allá. Estaba en campo abierto y había muchas ovejas alrededor del fuego y un viejo pastor guardando el rebaño.
Al acercarse, el hombre vio que a los pies del pastor dormían tres perros enormes, que se despertaron y se abalanzaron sobre él, pero aunque intentaban ladrar no podían, y cuando le quisieron morder, les fallaron sus mandíbulas y dientes, y el hombre no sufrió ningún daño.
Entonces el hombre quiso seguir para llegar hasta el fuego, y vió muchas ovejas, muy juntas, pero pasó entre ellas en dirección al fuego, y ellas no se inquietaron, ni se asustaron.
Cuando casi hubo llegado, se despertó el pastor. Era un viejo gruñón, que se portaba mal con todo el mundo. Al ver llegar a un extraño, tomó su palo, largo y puntiagudo, y lo lanzó hacia él. El palo se desvió y cayó a lo lejos.
Entonces el hombre se acercó al pastor y le pidió un poco de fuego; éste de buena gana le hubiera dicho que no, pero se dio cuenta que los perros no lo habían mordido, ni las ovejas habían huido de él y que el palo se había desviado, le entró algo de miedo y se lo permitió.
Sin embargo, el fuego ya estaba casi apagado; ya no quedaban ramas, sólo algunas brazas, y el extraño no tenía nada para llevarlas. El pastor se alegró maliciosamente, pero el hombre se agachó y con sus manos fue sacando restos de carbón ardientes de entre la ceniza y los fue guardando en su capa. Y ni se quemaron sus manos ni la capa.
El pastor decidió no perder de vista a ese hombre y lo fue siguiendo hasta una cueva; y en ella vio a una mujer con un niño recién nacido. El pastor pensó que este niño pobre e inocente se iba a morir de frío y, aunque era un hombre duro, se conmovió y decidió ayudarle. Sacó una piel de oveja blanca y suave, que llevaba en su alforja, y la entregó al hombre para el niño.
En ese mismo momento, en que demostró poder ser compasivo, se le abrieron los ojos y vio lo que no había visto antes, que la cueva estaba rodeada de ángeles cantando llenos de alegría, porque había nacido el Salvador.
El pastor se dio cuenta de por qué en esta noche todas las cosas estaban tan felices que no querían hacer daño a nadie. Sintió tanta alegría de que se le habían abierto los ojos, que cayó de rodillas para dar gracias a Dios.
Verdaderamente, no importan luces ni lámparas, no depende del sol ni de la luna, lo que hace falta es que tengamos ojos capaces de ver las maravillas de Dios.
Selma Lagerlöf
Al acercarse, el hombre vio que a los pies del pastor dormían tres perros enormes, que se despertaron y se abalanzaron sobre él, pero aunque intentaban ladrar no podían, y cuando le quisieron morder, les fallaron sus mandíbulas y dientes, y el hombre no sufrió ningún daño.
Entonces el hombre quiso seguir para llegar hasta el fuego, y vió muchas ovejas, muy juntas, pero pasó entre ellas en dirección al fuego, y ellas no se inquietaron, ni se asustaron.
Cuando casi hubo llegado, se despertó el pastor. Era un viejo gruñón, que se portaba mal con todo el mundo. Al ver llegar a un extraño, tomó su palo, largo y puntiagudo, y lo lanzó hacia él. El palo se desvió y cayó a lo lejos.
Entonces el hombre se acercó al pastor y le pidió un poco de fuego; éste de buena gana le hubiera dicho que no, pero se dio cuenta que los perros no lo habían mordido, ni las ovejas habían huido de él y que el palo se había desviado, le entró algo de miedo y se lo permitió.
Sin embargo, el fuego ya estaba casi apagado; ya no quedaban ramas, sólo algunas brazas, y el extraño no tenía nada para llevarlas. El pastor se alegró maliciosamente, pero el hombre se agachó y con sus manos fue sacando restos de carbón ardientes de entre la ceniza y los fue guardando en su capa. Y ni se quemaron sus manos ni la capa.
El pastor decidió no perder de vista a ese hombre y lo fue siguiendo hasta una cueva; y en ella vio a una mujer con un niño recién nacido. El pastor pensó que este niño pobre e inocente se iba a morir de frío y, aunque era un hombre duro, se conmovió y decidió ayudarle. Sacó una piel de oveja blanca y suave, que llevaba en su alforja, y la entregó al hombre para el niño.
En ese mismo momento, en que demostró poder ser compasivo, se le abrieron los ojos y vio lo que no había visto antes, que la cueva estaba rodeada de ángeles cantando llenos de alegría, porque había nacido el Salvador.
El pastor se dio cuenta de por qué en esta noche todas las cosas estaban tan felices que no querían hacer daño a nadie. Sintió tanta alegría de que se le habían abierto los ojos, que cayó de rodillas para dar gracias a Dios.
Verdaderamente, no importan luces ni lámparas, no depende del sol ni de la luna, lo que hace falta es que tengamos ojos capaces de ver las maravillas de Dios.
Selma Lagerlöf