“Esta misma noche vas a morir, ¿para quién va a ser todo lo que has acumulado?”
Así le sucede a quien atesora para sí, en lugar de hacerse rico ante Dios.
La otra tarde me encontré con una mujer que vive en un lugar muy pobre, no tiene agua corriente y se cobija en una casilla de chapas y cartones que apenas cubren del frío de la noche.
A pesar de su situación ha recibido en su casa a un hombre que perdió la cabeza y no tenía dónde ir. Duerme hacinada con los hijos y el marido, y es capaz de dar a este hombre enfermo la posibilidad del pequeño techo que ellos pueden ofrecerle.
Me venía su rostro ahora, como si fuera una parábola de las que nos cuenta Jesús.
Cuantas más comodidades tenemos en nuestra casa más inconvenientes ponemos a la hora de acoger a otros, no recibimos a cualquiera. El mayor problema de la riqueza es que nos incapacita ante las necesidades de los demás, nos hace defensores y guardianes de lo que tenemos y entramos en la dinámica del acumular, del prever, del retener.
Ni que hablar de las “riquezas” de nuestro corazón, también generan inconvenientes a la hora de aceptar a otros que conviven en el mismo barrio, ambiente, trabajo.
Y nuestra comunidad parroquial, o de movimiento, o el grupo, llenos de riquezas, recursos y talentos, pero a veces incapacitados ante los que solicitan la aceptación en esos lugares.
Guardar y hacer buen uso de nuestro tiempo, de nuestras capacidades, de nuestro nivel de vida. Tener bajo control nuestra riqueza, almacenada en buenos y grandes graneros, a cubierto del mínimo percance, y así vamos por la vida, con un seguro a todo riesgo en el que no puede penetrar la sorpresa y la novedad del Reino, vestido de pobreza, que se ofrece desde los pequeños para todos.
Cuando nos sentimos ricos, llenos de nosotros mismos, todo encuentro deviene en una relación interesada, comercial. Sólo cuando tenemos espacios liberados, sin cerrojos, donde otros puedan entrar y salir y tomar lo que quieran, porque no nos pertenece, porque vamos siendo curados del ansia de poseer, de acumular, de retener.
Entonces es cuando podremos dar y recibir sin temor a perder. Es más, descubriendo felizmente que cuanto más vaciados estamos de nosotros mismos y de nuestras cosas, mayor es nuestra capacidad de donación. Como la mujer que no tenía apenas nada y pudo alojar en su casa a aquel que nadie recibía. En ese momento, sin saberlo, ella se estaba haciendo muy rica, extremadamente rica ante Dios y nosotros, sus hermanos.
Mariola López Villanueva rscj (Religiosa Sagrado Corazón)
Así le sucede a quien atesora para sí, en lugar de hacerse rico ante Dios.
La otra tarde me encontré con una mujer que vive en un lugar muy pobre, no tiene agua corriente y se cobija en una casilla de chapas y cartones que apenas cubren del frío de la noche.
A pesar de su situación ha recibido en su casa a un hombre que perdió la cabeza y no tenía dónde ir. Duerme hacinada con los hijos y el marido, y es capaz de dar a este hombre enfermo la posibilidad del pequeño techo que ellos pueden ofrecerle.
Me venía su rostro ahora, como si fuera una parábola de las que nos cuenta Jesús.
Cuantas más comodidades tenemos en nuestra casa más inconvenientes ponemos a la hora de acoger a otros, no recibimos a cualquiera. El mayor problema de la riqueza es que nos incapacita ante las necesidades de los demás, nos hace defensores y guardianes de lo que tenemos y entramos en la dinámica del acumular, del prever, del retener.
Ni que hablar de las “riquezas” de nuestro corazón, también generan inconvenientes a la hora de aceptar a otros que conviven en el mismo barrio, ambiente, trabajo.
Y nuestra comunidad parroquial, o de movimiento, o el grupo, llenos de riquezas, recursos y talentos, pero a veces incapacitados ante los que solicitan la aceptación en esos lugares.
Guardar y hacer buen uso de nuestro tiempo, de nuestras capacidades, de nuestro nivel de vida. Tener bajo control nuestra riqueza, almacenada en buenos y grandes graneros, a cubierto del mínimo percance, y así vamos por la vida, con un seguro a todo riesgo en el que no puede penetrar la sorpresa y la novedad del Reino, vestido de pobreza, que se ofrece desde los pequeños para todos.
Cuando nos sentimos ricos, llenos de nosotros mismos, todo encuentro deviene en una relación interesada, comercial. Sólo cuando tenemos espacios liberados, sin cerrojos, donde otros puedan entrar y salir y tomar lo que quieran, porque no nos pertenece, porque vamos siendo curados del ansia de poseer, de acumular, de retener.
Entonces es cuando podremos dar y recibir sin temor a perder. Es más, descubriendo felizmente que cuanto más vaciados estamos de nosotros mismos y de nuestras cosas, mayor es nuestra capacidad de donación. Como la mujer que no tenía apenas nada y pudo alojar en su casa a aquel que nadie recibía. En ese momento, sin saberlo, ella se estaba haciendo muy rica, extremadamente rica ante Dios y nosotros, sus hermanos.
Mariola López Villanueva rscj (Religiosa Sagrado Corazón)