Alguien dijo un día: “Hay otros mundos pero están en éste”. Mundos que no se tocan, mundos que se ignoran, mundos que tampoco se envidian, porque los que para unos no cuentan para otros no existen.
Este mundo de refugiados no cuenta para casi nadie, excepto para unos pocos que hicieron de sus vidas el compromiso de ayudarles, de cuidarles y, de paso, aprender de su pureza y su sentido de la dignidad.
Pero para ellos no existe nuestro mundo, con sus problemas, con sus prisas, con sus desequilibrios, con sus mentiras convertidas en normas de vida, con su hipocresía y su permanente insatisfacción. Ellos permanecen al margen del derrumbe económico y moral que nuestro mundo sufre. Como mucho puede repercutirles en la mísera ayuda que ahora reciben, pero a diferencia de nosotros, ellos ya saben lo que significa pasar hambre, no tener trabajo, no tener medicinas, arreglarse con casi nada. La muerte prematura es su compañera de existencia. La vida, su vida, es otra cosa muy diferente a lo que nosotros entendemos por vida. La mayoría no la comprenderíamos. Y mucho menos la soportaríamos.
En nuestro mundo preferimos no mirar para su mundo, porque sabemos que son una consecuencia de nuestra soberbia, de nuestro egoísmo, de nuestra falta de amor. Creemos que ignorándoles nos libramos de su presencia, pero no sólo no podemos hacerlo sino que tenemos que reconocer que son ellos los que nos ignoran a nosotros. Tal vez por eso, y a pesar de todo, tienen esa expresión de alegría y esa brillante sonrisa. ¡Qué pocos niños se ven en nuestras ciudades que tengan esa sonrisa!
Foto: Stephane Van Praet.