Tomás había recibido una excelente formación religiosa. Era, ni más ni menos, uno de los que había acompañado a Jesús desde Galilea a Jerusalén, incluso pertenecía al selecto grupo de los Doce.
Sin embargo, las desilusiones de la vida, el desengaño del gran ideal vivido, le habían golpeado con especial fuerza, más que a los otros. El gran sueño se había convertido en una pesadilla y, la verdad seguir unido a los que ya en vida de Jesús no se llevaba tan bien (violentos, como los hijos del trueno”, ambiciosos, miedosos, traidores... menudo panorama), no le atraía lo más mínimo.
La fe con la que había seguido a Jesús y que le parecía tan clara y firme se resquebrajó, hizo aguas, cedió ante otros intereses, y el caso es que él, que siempre había sido una persona realista, con los ojos abiertos y segura de sí, dueña de sus actos, decidió que había que tomar otros rumbos.
Pero he aquí que los otros, vinieron a importunarle diciendo que habían visto a Jesús, al Resucitado. Que era Él y no un ángel o un fantasma, o una alucinación colectiva, lo certificaban las heridas de su Pasión: estaba vivo, pero seguía herido.
Tomás no solía comulgar con ruedas de molino, así que no se sometió al crédulo entusiasmo de sus compañeros. Pero tanto insistieron en que les acompañara, decidió acudir a una, poniendo claras condiciones: sólo se convencería si podía tocar al Señor, meter su dedo en los agujeros de los clavos, su mano en el costado...
Ya conocemos el resto de la historia. Nos la cuenta el evangelio de Juan (20, 24-29).
Por qué le llamarían “el Mellizo”? ¿De quién era mellizo? ¿Dónde estaba su hermano? Los especialistas en exégesis bíblica dicen que no es que fuera mellizo de nadie, sino que “le llamaban” así porque se parecía mucho a Jesús.
Tal vez fuera un parecido físico, aunque todos podemos aspirar a ser mellizos de Jesús, que no en vano se ha hecho por la encarnación nuestro hermano. Pero además, Tomás es mellizo de cada uno de nosotros, se parece mucho a todos nosotros, pues experimentaba las dificultades de la fe que, de un modo u otro, experimentamos todos.
Y como él podemos superarlas. La gran condición para ver, tocar, creer y confesar es precisamente estar en la comunidad.
Se suele decir que la fe es una cosa personal, lo que es cierto, pero se suele dar a entender que es una cosa individual y subjetiva, lo que es falso. La fe verdadera es un don que recibe la persona, pero requiere de la comunidad creyente.
Para “ver” al Señor (que significa creer en él), hay que estar en la comunidad de esos tan imperfectos, violentos, ambiciosos, temerosos y cobardes, pero al fin discípulos, capaces de volver al Señor, pedir perdón, y dar la vida por Él. Todos mellizos.
Y esa fe de la que hablamos, y en la que medita la Iglesia la segunda semana de Pascua por medio de Tomás y, después, del diálogo entre Jesús y Nicodemo (otro “mellizo”), no es un estatus fijo y acabado, ni la elección de una cosmovisión, ni un sistema abstracto de valores, ni una tradición heredada por ser de una familia o una nación.
Todo eso es “lo que nace de la carne”. La fe viva, esa que consiste no sólo en creer, sino en “creérselo, es la que nos hace nacer de lo alto, del agua y el Espíritu (esto es el bautismo), es decir, es una experiencia viva de encuentro con Cristo. Y esto es posible si se está en la comunidad de Jesús, a pesar de los pesares.
En esto consiste la experiencia de “conversión” que algunos han hecho, pero también la fe perseverante y serena de tantos que nos están tan cerca y practican sin grandes alardes.
Esa gente de esa comunidad que están a veces en misa tan serios y aparentemente aburridos (yo hace mucho tiempo que me prohibí juzgarles, no soy quien para ello; además si están aburridos, puede ser por mi culpa, y si están serios, es que estar en el Calvario es, como la vida, una cosa seria), son creyentes cuya fe puede estar en muy distintos estadios.
En unos será todavía sólo tradición o costumbre (por ahí se empieza), en otros una experiencia viva incipiente, en otros una búsqueda dubitativa, en otros una opción seriamente adoptada, en todos es un camino, un proceso vivo.
El evangelio de Juan nunca usa el sustantivo “fe”, sino sólo el verbo “creer”, precisamente para subrayar que se trata de un dinamismo vivo, con dudas y dificultades y, en todo caso, que nunca está concluido, siempre abierto, siempre por redescubrir, por rehacer.
En fin, que animo a todos a acercarse a esa comunidad que se reunía cada “primer día de la semana” a “hacer esto en memoria suya” y después aseguraban haber visto al Señor y estaban dispuestos a dar la vida por esa verdad. Hay que hacerlo con perseverancia.
A veces sucede que alguien, como Pablo, se cae del caballo (por cierto, en ningún sitio se dice que iba a caballo), pero con mucha frecuencia la vista para ver al Señor se aguza con el tiempo y la práctica.
Hay que “vitamizar” el espíritu. Si un día no tomas vitaminas el cuerpo no lo nota, pero a la larga aparece la anemia. Con el espíritu pasa lo mismo.
La fe languidece a veces por avitaminosis. Pero, como es un proceso vivo, por muy hibernada que parezca, siempre conserva un hálito de vida. Siempre puede resucitar.
Y esa resurrección, como la de Jesús, tan difícil de creer (¡queremos tocarlo!), es, sin embargo, posible, y además es importante. Para ello, hay que acercarse a esa comunidad de discípulos, tan imperfectos, y que es la Iglesia.
José María Vegas, cmf - Foto: Madasor
Sin embargo, las desilusiones de la vida, el desengaño del gran ideal vivido, le habían golpeado con especial fuerza, más que a los otros. El gran sueño se había convertido en una pesadilla y, la verdad seguir unido a los que ya en vida de Jesús no se llevaba tan bien (violentos, como los hijos del trueno”, ambiciosos, miedosos, traidores... menudo panorama), no le atraía lo más mínimo.
La fe con la que había seguido a Jesús y que le parecía tan clara y firme se resquebrajó, hizo aguas, cedió ante otros intereses, y el caso es que él, que siempre había sido una persona realista, con los ojos abiertos y segura de sí, dueña de sus actos, decidió que había que tomar otros rumbos.
Pero he aquí que los otros, vinieron a importunarle diciendo que habían visto a Jesús, al Resucitado. Que era Él y no un ángel o un fantasma, o una alucinación colectiva, lo certificaban las heridas de su Pasión: estaba vivo, pero seguía herido.
Tomás no solía comulgar con ruedas de molino, así que no se sometió al crédulo entusiasmo de sus compañeros. Pero tanto insistieron en que les acompañara, decidió acudir a una, poniendo claras condiciones: sólo se convencería si podía tocar al Señor, meter su dedo en los agujeros de los clavos, su mano en el costado...
Ya conocemos el resto de la historia. Nos la cuenta el evangelio de Juan (20, 24-29).
Por qué le llamarían “el Mellizo”? ¿De quién era mellizo? ¿Dónde estaba su hermano? Los especialistas en exégesis bíblica dicen que no es que fuera mellizo de nadie, sino que “le llamaban” así porque se parecía mucho a Jesús.
Tal vez fuera un parecido físico, aunque todos podemos aspirar a ser mellizos de Jesús, que no en vano se ha hecho por la encarnación nuestro hermano. Pero además, Tomás es mellizo de cada uno de nosotros, se parece mucho a todos nosotros, pues experimentaba las dificultades de la fe que, de un modo u otro, experimentamos todos.
Y como él podemos superarlas. La gran condición para ver, tocar, creer y confesar es precisamente estar en la comunidad.
Se suele decir que la fe es una cosa personal, lo que es cierto, pero se suele dar a entender que es una cosa individual y subjetiva, lo que es falso. La fe verdadera es un don que recibe la persona, pero requiere de la comunidad creyente.
Para “ver” al Señor (que significa creer en él), hay que estar en la comunidad de esos tan imperfectos, violentos, ambiciosos, temerosos y cobardes, pero al fin discípulos, capaces de volver al Señor, pedir perdón, y dar la vida por Él. Todos mellizos.
Y esa fe de la que hablamos, y en la que medita la Iglesia la segunda semana de Pascua por medio de Tomás y, después, del diálogo entre Jesús y Nicodemo (otro “mellizo”), no es un estatus fijo y acabado, ni la elección de una cosmovisión, ni un sistema abstracto de valores, ni una tradición heredada por ser de una familia o una nación.
Todo eso es “lo que nace de la carne”. La fe viva, esa que consiste no sólo en creer, sino en “creérselo, es la que nos hace nacer de lo alto, del agua y el Espíritu (esto es el bautismo), es decir, es una experiencia viva de encuentro con Cristo. Y esto es posible si se está en la comunidad de Jesús, a pesar de los pesares.
En esto consiste la experiencia de “conversión” que algunos han hecho, pero también la fe perseverante y serena de tantos que nos están tan cerca y practican sin grandes alardes.
Esa gente de esa comunidad que están a veces en misa tan serios y aparentemente aburridos (yo hace mucho tiempo que me prohibí juzgarles, no soy quien para ello; además si están aburridos, puede ser por mi culpa, y si están serios, es que estar en el Calvario es, como la vida, una cosa seria), son creyentes cuya fe puede estar en muy distintos estadios.
En unos será todavía sólo tradición o costumbre (por ahí se empieza), en otros una experiencia viva incipiente, en otros una búsqueda dubitativa, en otros una opción seriamente adoptada, en todos es un camino, un proceso vivo.
El evangelio de Juan nunca usa el sustantivo “fe”, sino sólo el verbo “creer”, precisamente para subrayar que se trata de un dinamismo vivo, con dudas y dificultades y, en todo caso, que nunca está concluido, siempre abierto, siempre por redescubrir, por rehacer.
En fin, que animo a todos a acercarse a esa comunidad que se reunía cada “primer día de la semana” a “hacer esto en memoria suya” y después aseguraban haber visto al Señor y estaban dispuestos a dar la vida por esa verdad. Hay que hacerlo con perseverancia.
A veces sucede que alguien, como Pablo, se cae del caballo (por cierto, en ningún sitio se dice que iba a caballo), pero con mucha frecuencia la vista para ver al Señor se aguza con el tiempo y la práctica.
Hay que “vitamizar” el espíritu. Si un día no tomas vitaminas el cuerpo no lo nota, pero a la larga aparece la anemia. Con el espíritu pasa lo mismo.
La fe languidece a veces por avitaminosis. Pero, como es un proceso vivo, por muy hibernada que parezca, siempre conserva un hálito de vida. Siempre puede resucitar.
Y esa resurrección, como la de Jesús, tan difícil de creer (¡queremos tocarlo!), es, sin embargo, posible, y además es importante. Para ello, hay que acercarse a esa comunidad de discípulos, tan imperfectos, y que es la Iglesia.
José María Vegas, cmf - Foto: Madasor