DEL RÍO A LA FUENTE
Estamos acostumbrados a pensar que la transmisión de la Fe es como un río que se va haciendo más grande poco a poco, a medida que los afluentes van acrecentando su caudal y ensanchando su curso. Así, la tradición de la fe tenía su fuente en el hogar.
Luego, durante la infancia y la adolescencia, ensanchaba su curso con el gran afluente de la escuela y la enseñanza religiosa escolar. A continuación, la parroquia tomaba el relevo para el resto del camino y el declinar de la vida.
La transmisión de la fe se realizaba de modo progresivo, encadenándose de edad en edad, como una herencia llevada y conducida por el continuo oleaje de la vida, en el diario funcionamiento de las instituciones sociales y eclesiales.
Hay que reconocer que esta imagen del río y sus afluentes no corresponde demasiado a la realidad. En la familia, con frecuencia parece que la fuente se ha secado. En la escuela, la aportación de lo religioso se ha reducido, o se trata a veces de modo aleatorio. Por su parte, la parroquia, cada vez menos frecuentada, no alimenta más que a una débil parte de los bautizados, y muchos creyentes no encuentran en ella una verdadera respuesta para su hambre.
La imagen del río evoca el dispositivo que ha servido para encaminar el proceso de fe de las generaciones anteriores a nosotros.
Los lugares institucionales que lo caracterizaban se han ido desgastandose continua y lentamente. Necesitamos pasar, de este modelo del río, cuyo desenlace se ha hecho incierto, a otro modelo.
En las nuevas condiciones, que son ahora las nuestras, lo que nos importa es remontar hasta allí donde la fe tiene su fuente; es decir, hasta el corazón de la experiencia de la gente.
La fuente está en las personas, en los momentos esenciales de su vida, en las experiencias más básicas en que se dieron las primeras vibraciones, los primeros rumores de la fe. Esta fuente es la que está en el punto de partida de todos los caminos y es la que hay que volver a buscar continuamente, abrirla, canalizarla.
Estamos acostumbrados a pensar que la transmisión de la Fe es como un río que se va haciendo más grande poco a poco, a medida que los afluentes van acrecentando su caudal y ensanchando su curso. Así, la tradición de la fe tenía su fuente en el hogar.
Luego, durante la infancia y la adolescencia, ensanchaba su curso con el gran afluente de la escuela y la enseñanza religiosa escolar. A continuación, la parroquia tomaba el relevo para el resto del camino y el declinar de la vida.
La transmisión de la fe se realizaba de modo progresivo, encadenándose de edad en edad, como una herencia llevada y conducida por el continuo oleaje de la vida, en el diario funcionamiento de las instituciones sociales y eclesiales.
Hay que reconocer que esta imagen del río y sus afluentes no corresponde demasiado a la realidad. En la familia, con frecuencia parece que la fuente se ha secado. En la escuela, la aportación de lo religioso se ha reducido, o se trata a veces de modo aleatorio. Por su parte, la parroquia, cada vez menos frecuentada, no alimenta más que a una débil parte de los bautizados, y muchos creyentes no encuentran en ella una verdadera respuesta para su hambre.
La imagen del río evoca el dispositivo que ha servido para encaminar el proceso de fe de las generaciones anteriores a nosotros.
Los lugares institucionales que lo caracterizaban se han ido desgastandose continua y lentamente. Necesitamos pasar, de este modelo del río, cuyo desenlace se ha hecho incierto, a otro modelo.
En las nuevas condiciones, que son ahora las nuestras, lo que nos importa es remontar hasta allí donde la fe tiene su fuente; es decir, hasta el corazón de la experiencia de la gente.
La fuente está en las personas, en los momentos esenciales de su vida, en las experiencias más básicas en que se dieron las primeras vibraciones, los primeros rumores de la fe. Esta fuente es la que está en el punto de partida de todos los caminos y es la que hay que volver a buscar continuamente, abrirla, canalizarla.
BUSCADORES DE LA FUENTE
Como si fuésemos zahoríes (buscadores del agua oculta), tenemos que estar atentos a este fluir, lejano o cercano, de la fuente viva. Atentos a ese pozo secreto que cada uno lleva en lo más profundo de sí mismo.
Este modelo de la fuente es el que sugiere la Biblia para los momentos de niebla o de incertidumbre. Desde esta perspectiva de la vuelta a las fuentes es como hablaban los profetas en tiempo del exilio y de la vuelta del mismo, cuando los cimientos habían quedado arrasados y había desaparecido todo apoyo religioso (el Templo, los sacerdotes, el culto, el entorno).
Entonces anunciaban que Dios iba a renovar su alianza a partir del corazón humano: “Yo les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un espíritu nuevo... Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que se conduzcán según mis preceptos y observen y practiquen mis normas”, proclamaba el profeta Ezequiel.
El profeta Jeremías lleva esta visión más lejos. “Pondré mi ley en su interior, y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: “Conozcan a Yahvé", pues todos ellos me conocerán, del más chico al más grande”. Una ley escrita en el fondo del corazón, en la fuente.
Como si fuésemos zahoríes (buscadores del agua oculta), tenemos que estar atentos a este fluir, lejano o cercano, de la fuente viva. Atentos a ese pozo secreto que cada uno lleva en lo más profundo de sí mismo.
Este modelo de la fuente es el que sugiere la Biblia para los momentos de niebla o de incertidumbre. Desde esta perspectiva de la vuelta a las fuentes es como hablaban los profetas en tiempo del exilio y de la vuelta del mismo, cuando los cimientos habían quedado arrasados y había desaparecido todo apoyo religioso (el Templo, los sacerdotes, el culto, el entorno).
Entonces anunciaban que Dios iba a renovar su alianza a partir del corazón humano: “Yo les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un espíritu nuevo... Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que se conduzcán según mis preceptos y observen y practiquen mis normas”, proclamaba el profeta Ezequiel.
El profeta Jeremías lleva esta visión más lejos. “Pondré mi ley en su interior, y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: “Conozcan a Yahvé", pues todos ellos me conocerán, del más chico al más grande”. Una ley escrita en el fondo del corazón, en la fuente.
Esta misma imagen de la fuente es la que inspira a Jesús en el diálogo con la Samaritana, en Sicar, aquella marginada de su tiempo, “distante en su fe” e “irregular en su vida conyugal”. A esta mujer, Jesús le pide agua, despertando en ella la fuente que salta hasta la vida eterna.
SALIR A LOS CAMINOS CON EL ESPÍRITU
SALIR A LOS CAMINOS CON EL ESPÍRITU
En la parábola de los invitados que no se presentaron a la fiesta, Jesús manda “salir a los caminos”, a todos los cruces donde la gente se encuentra, allí donde la fe puede iniciarse, donde puede nacer.
Volver, pues, a la fuente. Olvidarse de aquel esquema de canales y acueductos pastorales que ya no dan apenas agua. Buscar las fuentes de la fe, siempre subterráneas y que, tarde o temprano, afloran a ras de la vida. Están allí donde la gente, cansada, recupera las ganas de beber, las ganas de agua, las ganas de vivir y revivir.
Volver a la fuente, como puede ya adivinarse, es más que volver a las creencias y que introducir en un sistema. Es, tratar de extraer la experiencia espiritual que brota de la vida, que sorprende, que hace presentir lo esencial, que despierta, que pone en camino, que hace vivir.
Es aprender a reconocer, en las diversas edades de la vida, esa fuente que el Espíritu hace nacer en el corazón de las personas como un don, como una nueva fecundidad.
“Escucha en vos, la fuente que habla de amor”, dice el canto litúrgico. Es importante volver a esta inspiración fundamental. En la educación de la fe, EN LA EVANGELIZACIÓN, la cuestión no es, acumular recursos, sino, más bien, descubrir la FUENTE.
Volver, pues, a la fuente. Olvidarse de aquel esquema de canales y acueductos pastorales que ya no dan apenas agua. Buscar las fuentes de la fe, siempre subterráneas y que, tarde o temprano, afloran a ras de la vida. Están allí donde la gente, cansada, recupera las ganas de beber, las ganas de agua, las ganas de vivir y revivir.
Volver a la fuente, como puede ya adivinarse, es más que volver a las creencias y que introducir en un sistema. Es, tratar de extraer la experiencia espiritual que brota de la vida, que sorprende, que hace presentir lo esencial, que despierta, que pone en camino, que hace vivir.
Es aprender a reconocer, en las diversas edades de la vida, esa fuente que el Espíritu hace nacer en el corazón de las personas como un don, como una nueva fecundidad.
“Escucha en vos, la fuente que habla de amor”, dice el canto litúrgico. Es importante volver a esta inspiración fundamental. En la educación de la fe, EN LA EVANGELIZACIÓN, la cuestión no es, acumular recursos, sino, más bien, descubrir la FUENTE.