Reflexión para la Eucaristía del domingo 25 de marzo en
base a; Juan 12, 20-33
Unos peregrinos griegos que han venido a celebrar la
Pascua de los judíos se acercan a Felipe con una petición: “Queremos ver a
Jesús”.
No es curiosidad. Es un deseo profundo de conocer el
misterio que se encierra en aquel hombre de Dios. También a ellos les puede
hacer bien.
A Jesús se le ve preocupado. Dentro de unos días será
crucificado. Cuando le comunican el deseo de los peregrinos griegos, pronuncia unas
palabras desconcertantes: “Llega la hora de que sea glorificado el Hijo del
Hombre”. Cuando sea crucificado, todos podrán ver con claridad dónde está su
verdadera grandeza y su gloria.
Probablemente nadie le ha entendido nada. Pero Jesús,
pensando en la forma de muerte que le espera, insiste: “Cuando yo sea elevado
sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”.
¿Qué es lo que se esconde en el crucificado para que
tenga ese poder de atracción? Sólo una cosa: su amor increíble a todos.
El amor es invisible. Sólo lo podemos ver en los gestos,
los signos y la entrega de quien nos quiere bien. Por eso, en Jesús
crucificado, en su vida entregada hasta la muerte, podemos percibir el amor
insondable de Dios. En realidad, sólo empezamos a ser cristianos cuando nos
sentimos atraídos por Jesús. Sólo empezamos a entender algo de la fe cuando nos
sentimos amados por Dios.
Para explicar la fuerza que se encierra en su muerte en
la cruz, Jesús emplea una imagen sencilla que todos podemos entender: “Si el
grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da
mucho fruto”.
Si el grano muere, germina y hace brotar la vida, pero si
se encierra en su pequeña envoltura y guarda para sí su energía vital,
permanece estéril.
Esta bella imagen nos descubre una ley que atraviesa
misteriosamente la vida entera. No es una norma moral. No es una ley impuesta
por la religión. Es la dinámica que hace fecunda la vida de quien sufre movido
por el amor. Es una idea repetida por Jesús en diversas ocasiones: Quien se
agarra egoístamente a su vida, la echa a perder; quien sabe entregarla con
generosidad genera más vida.
No es difícil comprobarlo. Quien vive exclusivamente para
su bienestar, su dinero, su éxito o seguridad, termina viviendo una vida
mediocre y estéril: su paso por este mundo no hace la vida más humana.
Quien se arriesga a vivir en actitud abierta y generosa,
difunde vida, irradia alegría, ayuda a vivir. No hay una manera más apasionante
de vivir que hacer la vida de los demás más humana y llevadera.
¿Cómo podremos seguir a Jesús si no nos sentimos atraídos
por su estilo de vida?
Eclesalia Informativo