El sábado 24 de marzo nos encontraremos para un
acontecimiento especial para nuestra persona y para nuestra alma.
Tendremos la
oportunidad de tener un momento para reflexionar, pensar, hacer memoria, juntar
fuerzas, desafiarnos, tomar la decisión de hijo en el país lejano y decir: “me
levantaré e iré”.
Ahí estará Jesús para acompañarnos. El será el camino por
el cual podremos participar de la fiesta que Dios tiene preparada para cada uno
de nosotros, porque tendremos la oportunidad, una vez más, de reconciliarnos,
de hacernos amigos de Dios, de estar en Su gracia, de caminar por lugares de
luz.
Me acuerdo de Jesús, allá en Galilea, cuando tenía esas
actitudes, que aún hoy me maravillan, me conmueven, me ponen en situación de
felicidad y de acción.
Esas actitudes provocaban escándalo y hostilidad sólo porque
se juntaba con los marginados de esa época -y de todas las épocas-. Ellos eran
los raros, los nadies, los pecadores… Nadie tuvo esa actitud antes. No era
lógico y para muchos aún sigue siendo así (excepto para los que nos
consideramos pecadores y los que necesitamos de su amistad y simpatía).
El sábado, por unas horas, trataré de acercarme a la mesa
donde está Jesús, comiendo con aquellos que son como yo: necesitados y dignos;
débiles en nuestras verdades y fuertes en su presencia. Necesito de su persona, de su mano fraterna
sobre mis hombros, de su abrazo cálido y de sus palabras que me dicen sus
verdades para contrastarlas con las mías y las de este mundo.
Será un desafío
el sólo hecho de ir, de buscarme tiempo y ganas. Pero si dimensionara lo que
puede pasar ahí, ya tendría la alegría en mi rostro.
Sé que ese sábado, como en Galilea, habrá una sola mesa:
la mesa de Jesús. No serán varias mesas como las que me propone el mundo: mesas para judíos, para gentiles, para ricos,
otras para pobres, unas para sabios y otras para ignorantes, para los que
tienen títulos y para los que portan caras, una para blancos y otras para
morochos, para los de barrios privados y los de las villas. Esta será
simplemente una mesa y será para todos.
La Mesa, el lugar, es un gran signo, porque nos dice
Jesús que estar ahí es pertenecer a una misma familia. Es una mesa de
inclusión, de reino, de comunidad que camina con sus dolores, sus fracasos y
sus penas, pero también con dignidad, alegrías y conquistas.
Es la mesa de
Dios, a la cual estamos todos invitados. Pero antes tendremos la posibilidad de
pensar, rezar, reflexionar, compartir y asumir la reconciliación como una
actitud de vivir con la amistad de Dios.
Quizás, lleguemos maltrechos, enfermos, solos, doloridos,
enojados o con una alta dosis de indiferencia o tibieza, pero no saldremos de
la misma manera, porque hay algo que sabemos: cuando Jesús se presenta en nuestra
vida y lo dejamos actuar, tomaremos nuestra camilla y saldremos caminando.
Porque
no es posible estar con Jesús siendo un “parálitico”, que tiene dones y
talentos pero sigue inmóvil, sin
caminar, sin moverse, sin acción; que tiene manos y no las usa, que tiene ojos
y no ve a su hermano que sufre y se aleja de la vida, que tiene posibilidades
para ser mejor y sigue en la mediocridad, que está capacitado para ser un
estudiante de 10 y estudia para el 4, que sea un dirigente siempre en
“potencia” y no lo demuestre nunca en su familia o en sus ambientes.
Este sábado en el Retiro de Reconciliación vamos a ir en
camilla, pero al salir lo haremos caminando. Que el perdón nos ponga de pie.