Reflexión para la Eucaristía del Domingo de Ramos en base
a Marcos 14, 1¬15,47
Ni el poder de Roma ni las autoridades del Templo
pudieron soportar la novedad de Jesús. Su manera de entender y de vivir a Dios
era peligrosa.
No defendía el imperio de Tiberio, llamaba a todos a
buscar el reino de Dios y su justicia. No le importaba romper la ley del sábado
ni las tradiciones religiosas, solo le preocupaba aliviar el sufrimiento de las
gentes enfermas y desnutridas de Galilea.
No se lo perdonaron. Se identificaba demasiado con las
víctimas inocentes del imperio y con los olvidados por la religión del templo.
Ejecutado sin piedad en una cruz, en él se nos revela ahora Dios, identificado
para siempre con todas las víctimas inocentes de la historia. Al grito de todos
ellos se une ahora el grito de dolor del mismo Dios.
En ese rostro desfigurado del Crucificado se nos revela
un Dios sorprendente, que rompe nuestras imágenes convencionales de Dios y pone
en cuestión toda práctica religiosa que pretenda dar culto a Dios olvidando el
drama de un mundo donde se sigue crucificando a los más débiles e indefensos.
Si Dios ha muerto identificado con las víctimas, su
crucifixión se convierte en un desafío inquietante para los seguidores de
Jesús. No podemos separar a Dios del sufrimiento de los inocentes. No podemos
adorar al Crucificado y vivir de espaldas al sufrimiento de tantos seres
humanos destruidos por el hambre, las guerras o la miseria.
Dios nos sigue interpelando desde los crucificados de
nuestros días. No nos está permitido seguir viviendo como espectadores de ese
sufrimiento inmenso alimentando una ingenua ilusión de inocencia. Nos hemos de
rebelar contra esa cultura del olvido, que nos permite aislarnos de los
crucificados desplazando el sufrimiento injusto que hay en el mundo hacia una
“lejanía” donde desaparece todo clamor, gemido o llanto.
No nos podemos encerrar en nuestra “sociedad del
bienestar”, ignorando a esa otra “sociedad del malestar” en la que millones de
seres humanos nacen solo para extinguirse a los pocos años de una vida que solo
ha sido muerte.
No es humano ni cristiano instalarnos en la seguridad
olvidando a quienes solo conocen una vida insegura y amenazada.
Cuando los cristianos levantamos nuestros ojos hasta el
rostro del Crucificado, contemplamos el amor insondable de Dios, entregado
hasta la muerte por nuestra salvación. Si lo miramos más detenidamente, pronto
descubrimos en ese rostro el de tantos otros crucificados que, lejos o cerca de
nosotros, están reclamando nuestro amor solidario y compasivo.
Eclesalia Informativo