Para prepararnos para la Eucaristía del domingo 11 de
marzo en base a; Juan 2,13-25
Acompañado de sus
discípulos, Jesús sube por primera vez a Jerusalén para celebrar las fiestas de
Pascua. Al asomarse al recinto que rodea el Templo, se encuentra con un
espectáculo inesperado.
Vendedores de bueyes, ovejas y palomas ofreciendo a los
peregrinos los animales que necesitan para sacrificarlos en honor a Dios.
Cambistas instalados en sus mesas traficando con el cambio de monedas paganas
por la única moneda oficial aceptada por los sacerdotes.
Jesús se llena de indignación. El narrador describe su
reacción de manera muy gráfica: con un látigo saca del recinto sagrado a los
animales, vuelca las mesas de los cambistas echando por tierra sus monedas,
grita: “No conviertan en un mercado la casa de mi Padre”.
Jesús se siente como un extraño en aquel lugar. Lo que
ven sus ojos nada tiene que ver con el verdadero culto a su Padre. La religión
del Templo se ha convertido en un negocio donde los sacerdotes buscan buenos
ingresos, y donde los peregrinos tratan de "comprar" a Dios con sus
ofrendas.
Jesús recuerda seguramente unas palabras del profeta
Oseas que repetirá más de una vez a lo largo de su vida: “Así dice Dios: Yo
quiero amor y no sacrificios”.
Aquel Templo no es la casa de un Dios Padre en la que
todos se acogen mutuamente como hermanos y hermanas. Jesús no puede ver allí
esa "familia de Dios" que quiere ir formando con sus seguidores.
Aquello no es sino un mercado donde cada uno busca su negocio.
No pensemos que Jesús está condenando una religión
primitiva, poco evolucionada. Su crítica es más profunda. Dios no puede ser el
protector y encubridor de una religión tejida de intereses y egoísmos. Dios es
un Padre al que solo se puede dar culto trabajando por una comunidad humana más
solidaria y fraterna.
Casi sin darnos cuenta, todos nos podemos convertir hoy
en "vendedores y cambistas" que no saben vivir sino buscando solo su
propio interés. Estamos convirtiendo el mundo en un gran mercado donde todo se
compra y se vende, y corremos el riesgo de vivir incluso la relación con el
Misterio de Dios de manera mercantil.
Hemos de hacer de nuestras comunidades cristianas un
espacio donde todos nos podamos sentir en la “casa del Padre”. Una casa
acogedora y cálida donde a nadie se le cierran las puertas, donde a nadie se
excluye ni discrimina.
Una casa donde aprendemos a escuchar el sufrimiento de
los hijos más desvalidos de Dios y no solo nuestro propio interés. Una casa
donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos sentimos sus hijos y
buscamos vivir como hermanos.
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