- JESÚS Y SU PADRE BUENO

No quería Jesús que las gentes de Galilea le sintieran a Dios como un rey, un señor o un juez. Él lo experimentaba como un padre increíblemente bueno.
En la parábola del “padre bueno” les hizo ver cómo imaginaba él a Dios.
Dios es como un padre que no piensa en su propia herencia. Respeta las decisiones de sus hijos. No se ofende cuando uno de ellos le da por “muerto” y le pide su parte de la herencia.
Lo ve partir de casa con tristeza, pero nunca lo olvida. Aquel hijo siempre podrá volver a casa sin temor alguno. Cuando un día lo ve venir hambriento y humillado, el padre “se conmueve”, pierde el control y corre al encuentro de su hijo.
Se olvida de su dignidad de “señor” de la familia, y lo abraza y besa efusivamente como una madre. Interrumpe su confesión para ahorrarle más humillaciones. Ya ha sufrido bastante. No necesita explicaciones para acogerlo como hijo.
No le impone castigo alguno. No le exige un ritual de purificación. No parece sentir siquiera la necesidad de manifestarle su perdón. No hace falta. Nunca ha dejado de amarlo. Siempre ha buscado su felicidad.
Él mismo se preocupa de que su hijo se sienta de nuevo bien. Le regala el anillo de la casa y el mejor vestido. Ofrece una fiesta a todo el pueblo.
Habrá banquete, música y baile.
El hijo ha de conocer junto al padre la fiesta buena de la vida, no la diversión falsa que buscaba en países lejanos.
Así le sentía Jesús a Dios y así lo repetiría también hoy a quienes olvidados de él, se sienten lejos o comienzan a verse como “perdidos” en medio de la vida.
Cualquier teología, predicación o catequesis que olvida esta parábola central de Jesús e impide experimentar a Dios como un Padre respetuoso y bueno que acoge a sus hijos perdidos, no proviene de Jesús ni transmite su Buena Noticia de Dios.