Un joven, pasó un verano en un monasterio. En esos días mantuvo una serie de conversaciones con un monje anciano. Un día le preguntó al monje:
- “Padre, sigue usted todavía luchando con el demonio?”.
El anciano monje replicó:
- “No, lo hacía cuando era más joven, pero ahora soy viejo y estoy cansado, y el demonio se ha vuelto viejo también y parece que se ha cansado de mí. Yo lo dejo en paz, y él me deja tranquilo a mí”.
- “Entonces, su vida será fácil ahora…”.
- “No”, replicó el monje, “ahora es mucho peor. Ahora me toca lidiar con Dios”.
Una observación con mucho contenido. ¡“Me toca lidiar con Dios”! (Tomamos lidiar como; batallar, luchar, pelear, hacer frente, oponérsele, tratar, pleitear, litigar. Que según nuestra personalidad podemos usar)
Sugiere que, en determinados momentos de la vida, las luchas pueden ser muy diferentes de las que libramos anteriormente. Gastamos parte de nuestras vidas luchando con la sensualidad, la avaricia y la sexualidad entre otras cosas, y mucho tiempo lidiando con la ira y el perdón y con frecuencia esa ira se centra, aunque de modo inconsciente, en Dios. Al final, con quien realmente peleamos es con Dios.
Lidiar con Dios nos invita a una manera específica de oración. La oración no tiene por qué ser precisamente un simple consentimiento a la voluntad de Dios. Se supone que es un asentimiento a Dios, sí, pero un asentimiento maduro, pensado, vivido, experimentado, que llega al final de una larga lucha en la Palestra de la Vida.
Comprobamos esto en la oración de las grandes figuras, en la Sagrada Escritura: Abrahán, Moisés, Jesús, los Apóstoles…
- Abrahán discute con Dios e inicialmente quiere disuadirle de destruir a Sodoma.
- Moisés al comienzo rehúsa la llamada de Dios, alegando que su hermano es mucho más idóneo que él para la misión.
- Los apóstoles se excusan por mucho tiempo antes de arriesgar y encaminar finalmente sus vidas.
- Jesús se entrega a sí mismo en el Huerto de Getsemaní después de suplicar primero a su Padre un aplazamiento.
Desde Abrahán hasta Jesús vemos cómo las grandes figuras de nuestra fe no suelen decir fácilmente: “Hágase tu voluntad”, sino que, al menos por un tiempo, contestan a la invitación de Dios con un “Cámbiese tu voluntad”.
Ofreciendo resistencia a aquello para lo que él nos convoca, puede ser algo incorrecto, pero puede ser también una forma madura de oración.
El libro del Génesis describe un incidente en el que Jacob forcejea con un espíritu durante toda la noche y a la mañana, el contrincante resultó ser el mismo Dios.
¡Qué icono para la oración! ¡Un ser humano y Dios, luchando en el polvo de esta tierra! ¿Acaso no describe eso acertadamente la lucha humana?.
Haríamos bien en integrar el concepto de forcejear con Dios en nuestra comprensión de la fe y de la oración. Cuando simplificamos demasiado las cosas, no honramos ni a las Escrituras ni a nosotros mismos.
La voluntad humana no se doblega fácilmente (ni tiene por qué hacerlo), y el corazón tiene complejidades que hay que respetar.
El Dios que nos creó comprende esto, y está preparado para la tarea de lidiar con nosotros y con nuestra resistencia.
Los místicos hablan de algo que llaman “ser atrevidos” con Dios. Esta “audacia” ocurre después de un largo período de fidelidad, de años de fidelidad y compromiso, tenemos suficiente intimidad con Dios como para ser “atrevidos” con él, como dos amigos que se han intimado durante mucho tiempo tienen el derecho a ser “atrevidos”, el uno con el otro.
Los viejos amigos, precisamente porque se conocen y se fían el uno del otro, pueden arriesgarse a ser “atrevidos” en su amistad, mientras que amigos más recientes, con intimidad todavía inmadura, no pueden “atreverse” a tanto.
Así ocurre también en nuestras relaciones con Dios. Dios espera que en algún momento “pataleemos” contra su voluntad y ofrezcamos alguna resistencia. Es todo un aprendizaje.
Pero, en esa lucha, deberíamos comprometer nuestros corazones con total honestidad. Así lo hizo Jesús.
Sobre un texto de Ciudad Redonda.
- “Padre, sigue usted todavía luchando con el demonio?”.
El anciano monje replicó:
- “No, lo hacía cuando era más joven, pero ahora soy viejo y estoy cansado, y el demonio se ha vuelto viejo también y parece que se ha cansado de mí. Yo lo dejo en paz, y él me deja tranquilo a mí”.
- “Entonces, su vida será fácil ahora…”.
- “No”, replicó el monje, “ahora es mucho peor. Ahora me toca lidiar con Dios”.
Una observación con mucho contenido. ¡“Me toca lidiar con Dios”! (Tomamos lidiar como; batallar, luchar, pelear, hacer frente, oponérsele, tratar, pleitear, litigar. Que según nuestra personalidad podemos usar)
Sugiere que, en determinados momentos de la vida, las luchas pueden ser muy diferentes de las que libramos anteriormente. Gastamos parte de nuestras vidas luchando con la sensualidad, la avaricia y la sexualidad entre otras cosas, y mucho tiempo lidiando con la ira y el perdón y con frecuencia esa ira se centra, aunque de modo inconsciente, en Dios. Al final, con quien realmente peleamos es con Dios.
Lidiar con Dios nos invita a una manera específica de oración. La oración no tiene por qué ser precisamente un simple consentimiento a la voluntad de Dios. Se supone que es un asentimiento a Dios, sí, pero un asentimiento maduro, pensado, vivido, experimentado, que llega al final de una larga lucha en la Palestra de la Vida.
Comprobamos esto en la oración de las grandes figuras, en la Sagrada Escritura: Abrahán, Moisés, Jesús, los Apóstoles…
- Abrahán discute con Dios e inicialmente quiere disuadirle de destruir a Sodoma.
- Moisés al comienzo rehúsa la llamada de Dios, alegando que su hermano es mucho más idóneo que él para la misión.
- Los apóstoles se excusan por mucho tiempo antes de arriesgar y encaminar finalmente sus vidas.
- Jesús se entrega a sí mismo en el Huerto de Getsemaní después de suplicar primero a su Padre un aplazamiento.
Desde Abrahán hasta Jesús vemos cómo las grandes figuras de nuestra fe no suelen decir fácilmente: “Hágase tu voluntad”, sino que, al menos por un tiempo, contestan a la invitación de Dios con un “Cámbiese tu voluntad”.
Ofreciendo resistencia a aquello para lo que él nos convoca, puede ser algo incorrecto, pero puede ser también una forma madura de oración.
El libro del Génesis describe un incidente en el que Jacob forcejea con un espíritu durante toda la noche y a la mañana, el contrincante resultó ser el mismo Dios.
¡Qué icono para la oración! ¡Un ser humano y Dios, luchando en el polvo de esta tierra! ¿Acaso no describe eso acertadamente la lucha humana?.
Haríamos bien en integrar el concepto de forcejear con Dios en nuestra comprensión de la fe y de la oración. Cuando simplificamos demasiado las cosas, no honramos ni a las Escrituras ni a nosotros mismos.
La voluntad humana no se doblega fácilmente (ni tiene por qué hacerlo), y el corazón tiene complejidades que hay que respetar.
El Dios que nos creó comprende esto, y está preparado para la tarea de lidiar con nosotros y con nuestra resistencia.
Los místicos hablan de algo que llaman “ser atrevidos” con Dios. Esta “audacia” ocurre después de un largo período de fidelidad, de años de fidelidad y compromiso, tenemos suficiente intimidad con Dios como para ser “atrevidos” con él, como dos amigos que se han intimado durante mucho tiempo tienen el derecho a ser “atrevidos”, el uno con el otro.
Los viejos amigos, precisamente porque se conocen y se fían el uno del otro, pueden arriesgarse a ser “atrevidos” en su amistad, mientras que amigos más recientes, con intimidad todavía inmadura, no pueden “atreverse” a tanto.
Así ocurre también en nuestras relaciones con Dios. Dios espera que en algún momento “pataleemos” contra su voluntad y ofrezcamos alguna resistencia. Es todo un aprendizaje.
Pero, en esa lucha, deberíamos comprometer nuestros corazones con total honestidad. Así lo hizo Jesús.
Sobre un texto de Ciudad Redonda.