Reflexión para la eucaristía del domingo 15 de abril en
base a Juan 20, 19-31
Estando ausente Tomás, los discípulos de Jesús han tenido
una experiencia inaudita. En cuanto lo ven llegar, se lo comunican llenos de
alegría: "Hemos visto al Señor".
Tomás los escucha con escepticismo.
¿Por qué les va creer algo tan absurdo?
¿Cómo pueden decir que han visto a Jesús lleno de vida,
si ha muerto crucificado?
En todo caso, será otro.
Los discípulos le dicen que les ha mostrado las heridas
de sus manos y su costado. Tomás no puede aceptar el testimonio de nadie.
Necesita comprobarlo personalmente: "Si no veo en sus manos la señal de
sus clavos... y no meto la mano en su costado, no lo creo". Solo creerá en
su propia experiencia.
Este discípulo que se resiste a creer de manera ingenua,
nos va a enseñar el recorrido que hemos de hacer para llegar a la fe en Cristo
resucitado los que ni siquiera hemos visto el rostro de Jesús, ni hemos
escuchado sus palabras, ni hemos sentido sus abrazos.
A los ocho días, se presenta de nuevo Jesús a sus
discípulos. Inmediatamente, se dirige a Tomás. No critica su planteamiento. Sus
dudas no tienen nada de ilegítimo o escandaloso. Su resistencia a creer revela
su honestidad. Jesús le entiende y viene a su encuentro mostrándole sus
heridas.
Jesús se ofrece a satisfacer sus exigencias: "Trae
tu dedo, aquí tienes mis manos. Trae tu mano, aquí tienes mi costado".
Esas heridas, antes que "pruebas" para verificar algo, ¿no son
"signos" de su amor entregado hasta la muerte?
Por eso, Jesús le invita a profundizar más allá de sus
dudas: "No seas incrédulo, sino creyente".
Tomás renuncia a verificar nada. Ya no siente necesidad
de pruebas. Solo experimenta la presencia del Maestro que lo ama, lo atrae y le
invita a confiar.
Tomás, el discípulo que ha hecho un recorrido más largo y
laborioso que nadie hasta encontrarse con Jesús, llega más lejos que nadie en
la hondura de su fe: "Señor mío y Dios mío". Nadie ha confesado así a
Jesús.
No hemos de asustarnos al sentir que brotan en nosotros
dudas e interrogantes. Las dudas, vividas de manera sana, nos salvan de una fe
superficial que se contenta con repetir fórmulas, sin crecer en confianza y
amor.
Las dudas nos estimulan a ir hasta el final en nuestra
confianza en el Misterio de Dios encarnado en Jesús.
La fe cristiana crece en nosotros cuando nos sentimos amados
y atraídos por ese Dios cuyo Rostro podemos vislumbrar en el relato que los
evangelios nos hacen de Jesús.
Entonces, su llamada a confiar tiene en nosotros más
fuerza que nuestras propias dudas. "Dichosos los que crean sin haber
visto".
Eclesalia Informativo