Reflexión para la Eucaristía del domingo 22 de abril en
base a; Lucas 24, 35-48
Lucas describe el encuentro del Resucitado con sus
discípulos como una experiencia fundante.
El deseo de Jesús es claro. Su tarea
no ha terminado en la cruz. Resucitado por Dios después de su ejecución, toma
contacto con los suyos para poner en marcha un movimiento de “testigos” capaces
de contagiar a todos los pueblos su Buena Noticia: “Ustedes son mis testigos”.
No es fácil convertir en testigos a aquellos hombres
hundidos en el desconcierto y el miedo. A lo largo de toda la escena, los
discípulos permanecen callados, en silencio total. El narrador solo describe su
mundo interior: están llenos de terror; solo sienten turbación e incredulidad;
todo aquello les parece demasiado hermoso para ser verdad.
Es Jesús quien va a regenerar su fe. Lo más importante es
que no se sientan solos. Lo han de sentir lleno de vida en medio de ellos.
Estas son las primeras palabras que han de escuchar del Resucitado: “Paz a ustedes…
¿Por qué surgen dudas en su interior?”.
Cuando olvidamos la presencia viva de Jesús en medio de
nosotros; cuando lo hacemos opaco e invisible con nuestros protagonismos y
conflictos; cuando la tristeza nos impide sentir todo menos su paz; cuando nos
contagiamos a otros, pesimismo e incredulidad… estamos pecando contra el
Resucitado.
Para despertar su fe, Jesús no les pide que miren su
rostro, sino sus manos y sus pies. Que vean sus heridas de crucificado. Que
tengan siempre ante sus ojos su amor entregado hasta la muerte. No es un
fantasma: “Soy yo en persona”. El mismo que han conocido y amado por los
caminos de Galilea.
Siempre que pretendemos fundamentar la fe en el
Resucitado con nuestras elucubraciones, lo convertimos en un fantasma. Para
encontrarnos con él, hemos de recorrer el relato de los evangelios: descubrir
esas manos que bendecían a los enfermos y acariciaban a los niños, esos pies
cansados de caminar al encuentro de los más olvidados; descubrir sus heridas y
su pasión. Es ese Jesús el que ahora vive resucitado por el Padre.
A pesar de verlos llenos de miedo y de dudas, Jesús
confía en sus discípulos. Él mismo les enviará el Espíritu que los sostendrá.
Por eso les encomienda que prolonguen su presencia en el mundo: “Ustedes son testigos
de esto”.
No han de enseñar doctrinas sublimes, sino contagiar su
experiencia. No han de predicar grandes teorías sobre Cristo sino irradiar su
Espíritu.
Han de hacerlo creíble con la vida, no solo con palabras.
Este es siempre el verdadero problema de la Iglesia: la falta de testigos.
Eclesalia
Informativo